EL CAMION MIXTO
El
camión mixto en el que se viajaba entonces, década del sesenta, es el escape a
la felicidad y es el pasaporte a nuevos horizontes. Estos rudimentarios medios
de transporte fueron los pioneros en este tipo de viajes. Antes de que estas
máquinas surcaran los rústicos caminos, la gente de los apartados lugares solo
viajaban a lomo de bestia o a grandes zancadas. Estos carros que parecían rodar
con lamentos constantes llegan hasta los lejanos pueblos trayendo facilidades
para el transporte de las reses que van a los camales de la costa. Los animales
van asegurados con sogas en el cajón de madera de la parte de atrás, mientras
que las personas se acomodan en los poco confortables asientos de la cabina. Si
bien viajar era un suplicio, bien valía la pena arriesgarse porque en las
ciudades costeñas existía una forma de vida más adelantada. Las constantes
sacudidas de este armatoste, se nos antoja que son los movimientos de la cuna en
la que la mamá nos mece, cuando recién nacidos.
Mientras
el carro rueda con pesada lentitud, la luz del sol resbala sobre las
descoloridas tablas que forman un cerco protector que sostiene y sirve para
evitar dolorosas o tal vez mortales caídas. Algunos viajeros se acomodan en el
enorme cajón de madera, echándose el sombrero hacia atrás para mirar a las
nubecillas que, como madejas enmarañadas de brillante seda blanca, vagan en la
oquedad turquesa del cielo serrano. Los pájaros, testigos ocasionales, acompañan
con su canto desde su lugar en los árboles o desde las grandes piedras situadas
a la vera de la carretera. Estas avecillas con su trinar melodioso parecen
hablar con las flores.
Por esta carretera pasaron nuestras primeras
ilusiones. La polvorienta calzada penetra como una serpiente en la quebrada formada
por dos hileras de montañas que forman la cordillera de los andes. Vista de
lejos, desde lo alto de las colinas, parece una cinta de plata tendida entre
verdes campos. Corre en ella, levantando gran polvareda, un camión. Es el
Mixto, ya viene el Mixto, dice el griterío general. En tanto, en medio del
tumulto mi corazón salta de gozo y mis ojos se llenan con el enfoque cercano del
carro. A mis siete años, es la primera vez que veo un vehículo y la visión es
mucho más espectacular de lo que realmente había supuesto. Me imagino que, carros
como este fueron los que abrieron los caminos por donde unos salieron de sus muchos
pueblos y otros llegaron a los mismos. Me alegro de conocer al vehículo que
hace posible los viajes que mi padre realiza, más aún cuando de regreso trae
ropa nueva, libros y revistas que nos ayudan a comprender que más allá de
nuestro pequeño pueblo hay lugares donde se vive de manera distinta. Mi progenitor
al ver nuestra curiosidad y asombro, alguna vez se digna llevarnos de paseo para
disfrutar de la vista narrada líneas arriba, llegando en el trayecto hasta el ‘Corte’
(se decía así, a la interrumpida carretera, en su avance), montados en briosos
caballos, que corren cuesta abajo por el camino de herradura, bordeando los
cercos de alfalfares donde el ganado come plácidamente. Es un viaje, de los
pocos, que hacíamos en familia, escapando de los ocupados días de mi señor
padre. Este señor era un hombre admirable y preocupado por el futuro de su
familia. A pesar de que nosotros sus hijos, recién cursamos la escuela
primaria, sin embargo, tiene ya el noble deseo de que vayamos, una vez
terminada la primaria, a otros colegios de la costa para recibir una educación más
esmerada. Los continuos viajes de trabajo los hace en el Mixto y los aprovecha
para contactar a personas que ya tienen tiempo fuera de nuestro poblado para
indagar acerca de las posibilidades de que nuestra formación sea distinta.
Bajo el
pequeño espacio de cielo azul que nos sirve de cobertura, las colinas y los
amplios espacios vestidos del verde pasto natural, somos felices. El vínculo
estrecho con el paisaje oriundo, nos hace confiados y amorosos con lo que nos
rodea. Las vacas y carneros, los animales todos, con quienes estamos en diario
contacto, vienen a ser como parte de la familia. Debemos amarlos y cuidarlos,
pues gracias a ellos tenemos cubiertas nuestras necesidades. Los caballos son
medios de transporte y también montarlos son motivo de distracción. Por otra
parte, cuan agradable resulta el atardecer cuidando las ovejas al lado de mi
madre, allá en los andenes de Huayrana, viendo a los recién nacidos mamar con
alegría, abanicando su colita, mientras la suave brisa expande los delicados
mantos de blanca nube, cuando ya la lluvia ha calmado su furiosa precipitación.
Crecimos fortalecidos en el amor a la familia, a los animales y a nuestros
campos, que tan generosamente Dios nos ha regalado. Desde las elevadas crestas
de las rocas, más allá del río, hasta las lejanas colinas, pasando la vista por
el fértil valle, apreciando las montañas bordadas desde las faldas hasta la
cima, nos estremece el solo pensar en ausentarnos un día a otros lugares menos
íntimos. La nostalgia no alude necesariamente a un tiempo feliz, sino más bien
a la herida melancólica de la pérdida. Las conversaciones en casa giran en
torno a los futuros desafíos familiares y estos, si bien nos llenan de gozo,
también nos hace temer porque ya tenemos la experiencia nostálgica del hermano
que un año antes, por motivo de estudios se ausentó. En aras del desarrollo
personal, fue en ese camión Mixto que llegó bramando por la incipiente carretera,
que mi padre y hermano se embarcaron con mucha ilusión. Cada uno con una
perspectiva diferente: el uno, ver a su hijo progresar en el estudio y el otro,
la ilusión de conocer otros espacios que solamente en su mente existían.
Mientras eso pasa por la mente de los viajeros, en la casa queda una madre que
derrama abundante llanto.
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