LOS DANZANTES DE NAVIDAD

 LOS DANZANTES DE NAVIDAD 

En las alas de la melancolía vuelo hasta la casa paterna del pueblo en que nací, porque es difícil olvidar los días de la infancia, época en donde la inocencia y la diversión hacían la fusión perfecta. No necesitamos de grandes cosas para ser felices, las cosas simples que la naturaleza nos ofrece nos emocionan. Aprovechar de los días del aguacero de diciembre para arrear las vacas por los prados que ya empiezan a reverdecer o pasear por el campo abrigados por una espesa neblina que no deja ver más allá de dos metros y escuchar de pronto el vuelo inesperado de una perdiz, nos hace saltar de sorpresa y de alegría. Diciembre es un mes de mucha reminiscencia: fin del año escolar, las primeras lluvias de la estación que mojan las colinas y tener el día libre de cuadernos y tareas, son cosas que no se olvidan jamás. Se acerca la navidad y con ella la emoción de ver a los bailarines. Cada día que pasa es un día  que nos acerca a la llegada del veinticuatro, y es que el veinticuatro tiene algo especial. Ese día, desde temprano, toda actividad de jolgorio infantil queda paralizada, solo esperamos la tarde para ver la llegada de 'los danzantes de la navidad'. Pueden haber pasado muchos años desde nuestra niñez, pero el pensar en los acontecimientos de aquellos días, siguen estremeciéndonos de emoción. Los recuerdos de la infancia debemos guardarlo como el más valioso de los tesoros. Un hombre sin recuerdos debe ser como una planta sin raíz. Para un niño, los juguetes son la herramienta perfecta para construir la felicidad. Las carreteras que construía en las canteras de arena en Chancaraylla, me llevaron en la fantasía a recorrer el mundo; hoy al escribir, regreso a ese punto de partida. En el viaje imaginario desde mi niñez, he pasado por lugares idílicos donde fui muy feliz, pero también hemos experimentado noches de fuerte borrasca que marcaron huellas dolorosas. Hoy, regreso a mi pueblo a sentarme en la carpeta del aula donde pasé largas horas de estudio y me maravillo al recordar el respeto que reinaba entre los alumnos, el vivo afecto que nos demostrábamos, lo cual hace que esta institución me sea muy querida. Para la narración, es el mes de diciembre, momento de mostrar mediante los exámenes, los conocimientos adquiridos a lo largo de las agobiantes horas de clases. No sé si a usted, amigo lector, le ha pasado, pero a mi si: las horas no avanzaban. Pero, por fin estamos ya muy cerca de las vacaciones. Como este es el último año de la primaria, le expresamos a los maestros nuestro agradecimiento y les aseguramos, recitando poesías mojadas por el llanto, que estaremos siempre acompañados de sus nobles pensamientos. A estas alturas, nuestro corazón carga con sentimientos encontrados, por un lado, está la alegría del descanso y por otro, la pena, ya que no veremos a las niñas que fueron objeto de nuestras fantasías. Es tiempo que nuestro corazón vaya despertando a nuevas sensaciones, las chicas dejan de ser un estorbo, ahora son el motivo de nuestros desvelos. Fui muy imaginativo y casquivano; mi caprichoso corazón instaba a mi cerebro a dictar cartas de amor que nunca llegaban a las manos de aquellas que me robaban minutos de sueño. Los ardorosos sentimientos se quedaban adormecidos en mis bolsillos, hasta que desaparecían cuando mi madre lavaba el pantalón.           

 Y con las vacaciones llegan los bailarines y la temporada de lluvias. Para los niños de mi pueblo, navidad, es sinónimo de bailarines, no existe lugar para reyes magos vestidos de gruesos trajes rojos de invierno de color rojo y blanco que vuelan en carruajes trabajosamente jalados por una docena de renos. Ningún niño pone su esperanza en la carga de regalos que supuestamente traerían. No hay arbolitos con copos de nieve, ni panetones, ni nacimientos, menos aún, pavos horneados; solo pensamos en las pandillas de hombres y mujeres disfrazados con túnicas brillantes y coronas adornadas con los infaltables espejos en forma de estrella, con lentejuelas, chicote y sonaja en mano. Las mujeres vestidas con largos faldones llevan en la mano un delgado tronco ramificado de eucalipto adornado con cascabeles tintineantes, orlado con blanca lana que simula ser nieve, entonan canciones muy sentidas que hablan de un Niño Dios que nace el veinticuatro de cada diciembre. Los danzantes, reyes magos de la zona, llegan de cada barrio o caserío a darle la bienvenida; muchas veces caminando varios kilómetros, sin importarles el lejano retumbar del trueno ni el brillo amenazador de los relámpagos. 

En la tarde lluviosa, los que tienen vacas, las arrean con prontitud hasta el corral, antes que aparezcan en el pueblo, los bailarines. La algarabía por ver a los danzantes, nos hacen diligentes, nos desocupamos pronto. Como para calcular la hora miramos hacia las cimas montañosas que se elevan allá por el lado de Tambulla y nos encontramos con el maravilloso espectáculo del celaje que nos indica que, son más de las cinco. En ese colorido crepúsculo se mezclan todos los brillantes colores del universo. El sol, en su despedida nos regala el matiz de las acuarelas, hecho que nos hace pensar en la existencia de un Dios, al cual no conocemos, pero que los mayores nos dicen que es, ese niño dios al que los bailarines dedicaran sus artísticos movimientos. Absortos en nuestros pensamientos no reparamos que el primer grupo de danzantes ya hicieron su aparición. La algarada de los muchachos nos vuelve a la realidad; varios de ellos pasan por la puerta de mi casa y saltando la acequia bajan corriendo hasta Aguacha para luego subir a trote hasta La Cruz, donde los del barrio Colca, ya bailan.

En el otro extremo de nuestro pueblo, se divisa a una numerosa tropa que baja por el lado de Patahuasi. Son los representantes de Yauca; serio rival en el contrapunteo con cualquier pandilla. Después de media hora ya están en Cuculipata, rodeados de mucha gente que los reciben con hurras de algarabía. Por sus rostros chorrean gruesas gotas de sudor mezclado con lluvia, que pronto son secados con un pañuelo que tienen amarrado al dedo meñique. Y a medida que pasan las horas, y la negra noche tiende su manto, las cuadrillas de cerca de la decena de contornos, ya llegó. Por el momento, se guardan de los enfrentamientos y desafíos; cada grupo escoge su lugar en el perímetro de la plaza o las calles aledañas. Bailan alegre y vigorosamente acompañados de incansables músicos que, con guitarra, violín y arpa, acompasan sus movimientos. Todo lo que se hace en esta festividad es realizado a través de la esperanza de que el Niño Dios, los bendiga. En medio de nuestros pensamientos, cuando el reloj marca las ocho de la noche se escucha el tañido de las campanas de la iglesia que retumban en las paredes de las casas, sirviéndoles de eco; ese tañido es el llamado para que cada pandilla, siguiendo un turno estricto acuda a la iglesia. Cada grupo adora con la coreografía ensayados por largo tiempo, y lo hacen poniéndole pasión a cada movimiento. Cundo el último grupo termina su adoración, ya en los albores de un nuevo día, regresa a su ubicación en la Plaza. Toda esta noche bailarán; solo algunos, de cansancio y borrachera duermen, pero en cuanto los primeros rayos de sol los sorprenden, saltan como impelidos por un resorte y con nuevos bríos empiezan a danzar. La ceremonia del baile consiste en una danza con movimientos ligeros adornados de algunas figuras picarescas que desarrollan un argumento. En lo colectivo, prima la unidad de evoluciones coordinadas, que al compás de la tonada ensayada resulta siendo un verdadero entretenimiento social. Para el día veinticinco, después del desayuno y un corto reparador descanso, se animan a recorrer las calles como buscando un contendor para el contrapunteo. Para la competencia se escoge el centro de la plaza; una pandilla, semejando los movimientos de un gallo de pelea, se acerca a otro grupo y le lanza el desafío. Se empieza de manera individual; uno contra uno del rival; es ese el momento de exponer toda su habilidad. Hay varias personas que ofician de árbitros, ellos, al final darán su veredicto. Todo el día se enfrentan en agotadores bailes. Por la noche, satisfechos de su desempeño, emprenden el camino de regreso a sus reductos. Para ellos, la fiesta no termina allí; seguirán en su barrio danzando por espacio de una semana o más.

Terminada esa fiesta, las lluvias y los ánimos se habían serenado; los largos y brillantes rayos de sol se extendían en los campos lejanos. Ya los bailarines solo eran un recuerdo; la llegada del año nuevo que nunca se festeja pasó tan rápido como las nubes llevadas por los vientos. Las vacaciones sirven para regresar a los quehaceres de la casa; los cuadernos dormirán olvidados en algún rincón. En cuanto amanece, los pobladores tienen por costumbre levantar la vista al cielo: ¡hoy día llueve!, dicen. Yo miro hacia arriba y veo lo mismo que todos los días: un hermoso cielo azul y un par de gavilanes que vuelan con total parsimonia, como enseñoreándose. No hay nubes, pero la experiencia de los mayores indica que el cielo serrano es traicionero.  Efectivamente, no pasan ni dos horas y el cielo se puso del color de la panza del burro: gris. Empiezan los estruendosos ruidos de los truenos y las luces brillantes de los relámpagos, iluminan los cerros; el ruido es tan aterrador que pareciera que toneladas de piedras estuvieran rodando por la falda de las montañas. Gruesas gotas de lluvia, amenazan con hacer huecos en el techo de calamina, las palomas castilla que anidan en el corredor de la casa, regresan de los campos donde buscan gusanitos. El patio se llena de agua, las gallinas corren a su gallinero y los cuyes buscan refugio en el cuarto grande. Nos asomamos al balcón y allá en la chacra del frente, los terneritos corren con la colita levantada, como festejando el acontecimiento. Son los primeros días de enero, el pasto está seco y los ríos moribundos. Las calles en bajada, han formado correntadas que impiden el paso normal de la gente, lo que hace que, en su intento por pasar, los zapatos se sumerjan en las turbias aguas. Los vaqueros totalmente mojados, regresan de sus fincas, arreando sus vacas hasta el corral.        

Los días se suceden con lluvias torrenciales, el pasto silvestre brota por doquier, los campos se visten de bellos matices y el efluvio de la gran diversidad de flores aromatizan el ambiente. Es la renovación de la esplendorosa vida, una estación llena de música, por el canto de los pájaros. Ahora nos maravillamos por lo que entonces desconocíamos, recién comprendemos la razón por la que el rey David, escribió en un Salmo bíblico: “Cuántas son tus obras ¡Oh Jehová! Con sabiduría las has hecho todas, la tierra está llena de tus producciones”. Es así que valoramos la vida, porque hemos sido favorecidos con todo aquello que logra, con plenitud, satisfacer nuestras naturales necesidades. Las cebadales y trigales visten de verdor las chacras, las papas ‘yurac sisa’, se enorgullecen de sus vistosas flores blancas y los frutos silvestres como, el “chululo”, “pepinito”, “querco”, “jácano”, “tunas” “leche lechicha” y muchos más, esperan generosos, que los cosechemos. Y he aquí que se muestra la pradera de la tierra anhelada, más verde que nunca. Los dos ríos que flanquean al pueblo muestran con presunción la turbidez de sus violentas aguas. El tiempo corre a la par del cauce de ambos ríos, y, ya llegaron los carnavales con el bullicio de las puchalas: “puchalita, puchalita, vidallay, puchala laramatina, tú que alegras corazones, vidallay, alégrame un momentito…” Los chisguetes y el talco perfumados son protagonistas de las fiestas en casa de doña Vilma Tenorio o en la de Doris Gallegos. Grupo numeroso de jóvenes, encabezados por Mariano y Doris, corren al río y se deleitan mojándose con las aguas nuevas en la misma orilla del cauce grande. Los carnavales terminan pronto, dejando solo suspiros de nostalgia o de amores encendidos; los etéreos mensajes en las serpentinas hicieron lo suyo para llenar de romanticismo, los corazones. La lozanía de los amores, compiten con la verde cadena de montes que tan dulcemente se difuminan en la extensión de la campiña. Para unos, los encuentros furtivos, son el nutriente que mantiene la llama encendida y para otros, la copiosa lluvia que no cesa. Así las cosas, nos sorprende la semana santa. Las mozas y niñas, van en grupo a revolotear los campos en busca de flores para adornar las andas de los santos conmemorados. La ‘saliva de Cristo´’, con el matiz azul y blanco de sus pétalos, son las preferidas, pero hay otras que florecen y como dijera Gabriel Mistral “visten que es un primor, y llevan por sandalias unas anchas hojas y por caravanas unas fucsias rojas...”. Y, si se buscan las más lindas rosas, van a la huerta de doña Asunta donde se desarrollan fragantes, en este verano tardío, en toda una gran variedad.

Los días de lluvia se serenan, las nubes descansan y el sol alumbra generoso. Es el nacimiento de otra etapa. El entusiasmo por el estudio no decae en estas vacaciones, al contrario, estamos deseosos de aprender en este recién constituido colegio. Enfundado en un reluciente uniforme y con los zapatos nuevos, nos dirigimos a nuestro primer día de clase. Ocho de la mañana, hora de formación. Me siento un tanto intimidado; los alumnos que inauguraron el colegio un año antes son adultos, la mayoría; incluso hay un señor que ya tiene familia y una señora que tiene tres hijitos. Para calmar nuestra inquietud, escuchamos la voz amable de un señor de rostro agradable, que parece un padre amoroso, es el director Leónidas Muñoz. El hace las explicaciones del caso y nos da la bienvenida, a los nuevos. Los días transcurren en calma, los conocimientos aumentan y los deportes llenan de satisfacción a nuestro director. En este relato, solo recordaré lo que más me ha impresionado, en dos años de estudio. El profesor de inglés señor Gómez, nos ha enseñado a rezar en inglés y yo, como alumno aplicado me aprendí la oración, de tal manera que me llevaba a la otra aula, para declamar: “in di neim of di fader, an di son, an di jolicos; eimen”, repetía día tras día. Las aulas en las que estudiamos, pertenecían a la escuela, el edificio del colegio no existía. Pero, con la decisión y entusiasmo de alumnos y profesores nos propusimos levantar. Dieron un amplio terreno para edificar, así que los alumnos íbamos a buscar piedras para el cimiento, mientras otros van abriendo zanjas. La arena para mezcla lo traemos en carretilla desde Chancaraylla. Se logra edificar un par de salones y para cubrirnos de la sombra, se cortan gruesas ramas de los eucaliptos que están cerca de la acequia. El más hermoso recuerdo que guardo de esos momentos está relacionado con la valentía expuesta por el alumno Arístides Palomino Guillén. El trepaba a lo más alto del árbol, llevando en la cintura un filudo machete y con una gruesa soga que lleva en bandolera, se asegura del trono y de otras ramas distintas a la que va a cortar. Pone en riesgo su propia integridad, como luego sucedió. En cierto momento, cuando va a caer una gran rama, se produce un violento sacudón, que, si el alumno valiente, no hubiera estado amarrado, tal vez hubiera salido disparado ocasionándole la muerte. Sin embargo, Arístides no se amilanó y continuó con su trabajo. Al término de su faena, ya en terreno llano, el director lo abrazó, agradeciendo su valor. A nuestro director le complacía sobremanera el deporte; el mismo hacía las veces de entrenador al lado del profesor “Jano” Morón. Formaron un excelente equipo: Renán Rivero fue el arquero, Marcelino Cárdenas, Bernabé Canales, Rolando Guevara, Jesús Guevara, Alfredo Rivero, Ebert Cucho, Rodrigo Canales, Arístides Palomino, son algunos jugadores que recuerdo. Algo que fue memorable es la excursión que se llevó a cabo, hacia Huancasancos.  Un recuerdo grato es el que guardo de mis compañeros de ese primer año: Regina, Paula, Magda Cabezudo, Abilia Ludeña, Erlinda Zamora, Marina Palomino, Anita Rivas, Marcelo Asurza, Manuel Jurado, Rodrigo Canales, Clímaco Loayza, Zea Bendezú, Guido Tenorio y varios más, a quienes la memoria se niega a recordar…    

Recordar es volver a vivir...

 

 

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