PELOTA DE TRAPO

 

En esas mañanas frías de invierno hasta nuestros dientes castañetean como una reacción natural para quemar energía y producir calor a través del movimiento. El clima Laramate es tan riguroso que hasta las ideas se congelan. Lo único que nos mantiene con vida es el cálido pensamiento del partido de fútbol que sostendremos a la hora del recreo con nuestros rivales del tercer grado. Esperamos con ansias que don Froilán, el director, toque el silbato que anuncia la pausa, y en cuanto suena, sin escuchar el llamado al orden de nuestro maestro Andrés, salimos disparados dejando a un lado los cuadernos, lápices y borradores para dirigirnos hasta una esquina del rectángulo polvoroso conocido como ‘estadio’. El dueño de la pelota es el primero en llegar y es también el primer escogido para integrar el equipo. El encuentro es pactado para jugar sin zapatos, no por un trofeo de aluminio, sino por unas hojas arrancadas del cuaderno de cien hojas, cuaderno, que después de cada partido está más flaco. A partir de ese momento, correr tras una rústica pelota de trapo se convierte en una pasión, en el motor que impulsa los corazones y las mentes, ya nada importa, solo el empuje brioso por dominar el balón y dirigirla hasta el arco marcado por un par de piedras.

El campo de tierra con cientos de piedrecitas, no nos acobarda, jugamos el partido de nuestra vida en esa media hora de recreo. A medida que van pasando los minutos, aquella rudimentaria pelota que en un principio era de tono claro, poco a poco va cambiando de color: ahora tiene el color de la indómita sangre que brotan de los dedos de los aguerridos atletas. A veces, en lugar de pelota se patea una piedra, y la piedra y la uña toman distintas direcciones, pero en el fragor de la batalla no se siente dolor. Para evitar la hemorragia, el dedo herido se amarra con un trapo, y a seguir jugando; no hay dolor que detenga el partido. Benigno, más conocido como ‘Binicha’ y Jesús, ‘Venadito’, son conocidos como los más enrazados, no le temen a nadie y se agarran a trompadas si es necesario, para defender el honor del equipo. Ellos son los que marcan el pundonor de cada equipo. No hay tregua, la pelota de trapo va de un arco al otro hasta llegar a la solitaria posición del arquero que vuela para atrapar la pelota sin importar la fuerza del disparo: el solo deseo es evitar que traspase la línea de gol. Augusto, que es nuestro gran arquero atrapa el balón y antes de lanzarla al campo mira al mejor ubicado y se la entrega para con pases, cabezazos y buen dominio puedan llegar al arco contrario en busca del tan ansiado y esquivo gol.

La pelota de trapo es la protagonista central y como si fuera un poderoso imán, ejerce una fuerte atracción en los jugadores que corren tras ella. Este amasijo redondo se confecciona de manera rudimentaria rellenando de trapos una media hasta darle la forma de un esférico. Para la época que nos convoca, en el pueblo no hay mejor diversión que aquella. El ardoroso juego y la vergüenza deportiva sigue con la total entrega de cada jugador, lo que llama la atención de los maestros y otro público, que se agolpan a un costado de polvorosa ‘canchita’ para alentar a sus parciales. El sudor mezclado con el polvo, disfraza los rostros de los jugadores hasta convertirlos en una masa irreconocible. El tan ansiado gol llega casi al final de la hora alborozando los corazones. El reparto de las hojas de papel se hará de forma escondida para evitar la reprimenda del maestro. Con el sudor y el polvo impregnados regresamos al salón. Ganó el fútbol y la amistad. Estos encuentros de fútbol han dibujado una época gloriosa e inolvidable en nuestros corazones.     

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