LA NOCHE DE LAS TINIEBLAS
LA NOCHE DE LAS TINIEBLAS
Siempre es agradable dar una mirada al pasado y recordar los días de la colorida y feliz infancia. Esta enigmática historia que nos tocó vivir, con algunos cambios propios de la imaginación del autor, son un fiel reflejo de los festejos de la cristiandad. Esa bonita época que duró lo que le cupo durar, dejó huellas impregnadas y luego con el tiempo, irremediablemente, todos los adioses están escritos en el viento y todos los ojos guardan un llanto no vertido. Tras una racha de días nublados y grises ¡Qué gusto da ver el sol! De igual modo, tras una larga temporada de sequía y calor implacable, es un alivio que caiga la refrescante lluvia. Así de inconstante como el clima es también el temperamento de las personas: no nos sentimos muy felices con algo, pues, extrañamos lo otro. Pero al margen del cambiante clima, lo que no varía es la religiosidad de aquellos días de semana santa, en nuestro amado Laramate. Para el domingo de ramos, primer día de celebración, hay un burrito que una familia cría exprofeso y lo presta de buena voluntad para pasear a la efigie de un santo escogido para la ocasión. El jumento es manso y dócil de tal manera que deja que pongan sobre sus lomos la asimétrica efigie.
Cargado los lomos con la imagen que la gente considera sagrada, el animal es jalado
con una soga y paseado por las calles del pueblo; encabezando la comitiva va un
sacerdote ataviado con sus trajes de colores festivos. Las familias salen de
sus casas hasta la acera y descubren sus cabezas al paso “del señor”,
quitándose el sombrero en señal de reverencia. Con mucha algarabía los más
chicos siguen al burrito, armando gran alboroto. Algunos mayores se unen a la
comitiva y pasean tras la procesión por todas las calles mojadas del fervoroso
pueblo. Esta manifestación es la representación de la entrada de Jesús a
Jerusalén; si bien no hay ramos ni palmas, en cambio si hay frenesí y
veneración. Después de unas tres horas de arduo trajín, al caer la tarde cuando
ya casi la procesión está por llegar a la iglesia, el cielo está tormentoso y
amenazante, lo recuerdo muy bien, porque de pronto la procesión terminó para mi
escondida expedición: mi padre me envió a la casa y al instante, cayó una
torrencial lluvia. Él, mi padre, no era muy devoto que digamos, nunca lo vi en
la iglesia. Sin embargo, aquella experiencia quedó guardada en el cofre de la
memoria del tiempo. Como también quedó marcado el veloz desfile de niñas que,
al pasar con canastillas, por la calle en que vivo, van a los verdes prados y floridos
cerros a recoger flores para las siguientes procesiones de los sucesivos días.
La reina de las flores para la ocasión es ‘la saliva de Cristo’, bello ejemplar
de pétalos azules y blancos, que crecen por doquier. Hasta que respire el día y
hayan llegado las primeras sombras de la noche, las niñas pisan el verde prado
en busca de flores que adornaran a los inertes santos de su preferente devoción.
Cada día tiene su propia actividad religiosa. Es la manifestación del sincretismo
o hibridación de tradiciones que se han apartado de la pureza cristiana y han
buscado amalgamarse en tradiciones culturales. Para el día viernes, la intensa
devoción y entrega a los ritos religiosos ha crecido. Según la tradición
mística, es en este día que Jesús muere en el madero de tormento. Durante el
día se asiste a un rito en un altar sin candelabros y crucifijos. A un costado
una Virgen con riguroso luto ‘asiste al dolor la muerte de su hijo’. Las
señoras entonan canciones en quechua y castellano, y otras portan unos grandes
cirios en el perímetro del interior del templo. Como el dolor por su muerte es
conmovedor, los fieles devotos hacen suyo el sufrimiento de distintas maneras.
Este día es de total congoja: las bulliciosas campanas de bronce están ocultas
con un manto negro; la mesa en que se apoya el sacerdote para celebrar la misa
también está cubierta con una tela negra, nadie hace bulla y los chicos ‘boca
suelta’ para las malas palabras, sujetan sus ímpetus y groserías. Los jóvenes
acostumbrados al uso de dar patadas a la pelota, se sienten frenados, no hay
fútbol. Los pobladores mayores en condición contrita, caminan con la cabeza
gacha y con muestras de profundo respeto se levantan ligeramente el sombrero
para saludar a sus vecinos. Las piadosas señoras se dirigen a la iglesia en
actitud dolida con un manto blanco de encajes que cubre su cabeza. Para mis
ocho años de curiosidad veo a las doñas Seferina, Virgilia, Virginia, las
hermanas Jesús grande y Jesús chica, Rosa, Hilda, Vilma, Sabina, Pascualina,
Beatriz, Alida, y más.
Se acerca la noche y los hijos de toda familia tratan de escabullirse
para no asistir al servicio religioso. Es Viernes Santo, día de tristeza y
dolor para el Cristo torturado en un madero, y si decimos que somos ‘cristianos’, hay que aliviar su dolor, sintiendo dolor también. Entonces, para tal acontecimiento hay voluntarios que se ofrecen para cumplir con tal o cual labor. Desde las cinco de la tarde,
Aníbal y Nicolás Robles, Benigno Gallegos, Eleuterio y Goyo Munive y algún que
otro voluntario, irán por las calles haciendo sonar ‘la matraca’. Este es un
instrumento compuesto por tableros colocados en forma triangular con aldabas de
hierro en cada cara y que, al sacudirlos producen ruido grande y desapacible.
La matraca reemplaza a las campanas que ‘están de duelo’. Con tremendo ruido
recorriendo las calles, la gente sabe que los servicios religiosos de la noche
van a empezar. Se alistan teniendo cuidado de llevar a sus hijos de forma
obligatoria. Según los usos y costumbres que dicta la tradición, el cura muy
ceremonioso hace su aparición por la puerta de la sacristía. Viste sus
elegantes túnicas doradas con los colores que exige el triste momento. No utiliza
su mesa acostumbrada pues está de duelo, cubierta con manto negro. Reza
acompañado de los feligreses un rosario de padrenuestros y avemarías. Terminado
el rito ‘sagrado’, otras personas toman el protagonismo: Eduardo Guevara y Juan
Robles, provistos de grandes ‘chamberines’ se acercan presurosos a los
candelabros de múltiples velas y van apagando una por una, con una parsimonia
que linda con la crueldad: pareciera que disfrutan de lo que enseguida vendrá: ‘la
noche de las tinieblas’.
Solo quedó encendido un cirio grande que es conducido hasta detrás del
altar mayor, pero que irradia una luz mortecina que hace más tenebroso el
lugar. Entonces arrancan los ruidos estridentes y destemplados de las ‘matracas’.
Como en el templo hay dos hileras de bancas, los señores Eduardo y Juan, se
reparten una hilera para cada uno. Como si fueran arrear ganado, con brillo en
los ojos y sonrisa de satisfacción, por encima de sus cabezas, hacen girar los
gruesos ‘chamberines’ y empieza, a oscuras, el reparto de latigazos: caiga a
quien caiga. Los muchachos corren a esconderse debajo de las bancas, pero no
logran evitar los fuertes golpes. Después de las risas, empieza el profuso
llanto de los muchachos. ‘Esta es una manera de ayudar a Dios en su dolor’, se
le escucha decir al confundido cura. Él dice que Dios fue crucificado. Terminado
el ‘martirologio’ del viernes santo, los feligreses regresan a casa felices de
haber aliviado con su dolor, el dolor de Cristo. Los muchachos prometen
portarse bien.
Aun adoloridos, amanecen en un radiante sábado de gloria…
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