EUDOCIO, EL AMIGO FIEL
EUDOCIO, EL AMIGO FIEL
Quienes lo
conocen saben que posee un agudo sentido del humor. Tiene ojos vivaces y un
rostro bañado de sonrisa. Un día, alguno de sus conocidos quiso gastarle una
broma, y le preguntó señalando a lo lejos: ¿Ves aquella hormiga que camina allá
por La Cruz? Eudocio, que así era su nombre, miró fijamente el lugar señalado y
respondió: ¡No lo veo, pero puedo escuchar sus pasos! Quienes estaban
presentes, soltaron estruendosas carcajadas. Así era él, de respuestas ágiles e
incisivas. Creció en medio de la pobreza y asimiló pronto que para hacerle
frente a situaciones difíciles es mejor hacerlo con una sonrisa, y de aquello
hizo todo un arte de vida. Aprendió a enfrentar la vida con la parsimonia de
los sabios, utilizando las herramientas que proporcionan alivio de manera
natural. Siempre lo dijo: ¡No te puedes imaginar hasta dónde llega el poder de
la sonrisa, que además de un don es también un regalo que armoniza nuestra
vida! Un día feliz es aquel que tiene un sol viendo sonrisas a pesar de los
nubarrones que puedan existir. Demostró que aquello que mucha gente piensa que
para ser o parecer responsable, maduro, serio o realista debemos ser adustos y
reprimir cualquier atisbo de sonrisa, es falso. La alegría es la fuente de su
sonrisa y otras veces su sonrisa es fuente de alegría.
Entre los
prójimos a quien yo podría considerar como mi “personaje inolvidable” está mi
querido tío Eudocio. Él es medio hermano de mi madre, y es la persona de quien
no me cansaría jamás, escucharle. Desde el mismo instante en que tuve uso de
razón o mejor dicho desde siempre, mi tío llenó de alegría mi vida y la de toda
mi familia. Tenía una empresa propia y también sus propios medios de transporte
para movilizar el material que empleaba en su trabajo. Su organización
comercial está compuesta por cuatro jumentos que son los encargados de cargar
el material desde las canteras de arena en el barrio de Chancaraylla hasta un
lugar plano donde fabrica sus adobes. Fabricar adobes es su empresa. Cada
mañana pasa por la calle donde se ubica la casa de mis padres y de manera
puntual entra a saludar a su hermana, mi madre, mientras que sus acémilas
esperan mordisqueando alguna hierba. Ella, que tanto lo quiere ya le tiene
reservado su asiento en la mesa familiar, lo invita a sentarse, aunque no es
necesario hacerlo, ¡ya está sentado! Le atiende muy solícita sirviéndole su
desayuno. El, sólo pide un café y dos panes. Pero mi madre, conociéndolo como
lo conoce, añade a sus atenciones, porciones de queso y algunas papas
sancochadas. Cuando se le termina el café y todavía le queda pan, entonces pide
más café; si se le termina los panes y le queda café en su taza, entonces pide
pan. Es muy gracioso y eso nos gusta a todos. Como anécdota familiar recordamos
la oportunidad en que comía un plato de pallar batido con lonja de cerdo (su
manjar preferido) y le había puesto una regular cantidad de ají al filo del
plato, entonces cuando terminó su pallar pidió más pallar porque todavía le
quedaba ají. Y así era siempre; no es que estuviera con hambre, sino que tenía mucha
consideración con su hermana: jamás despreciaba un plato de comida. Mis padres
sonríen y lo atienden con mucho cariño. Nosotros, gozamos con sus ocurrencias y
lo abrazamos con ternura. ¡Significaba tanto, lo sentíamos tan nuestro, pero
tan nuestro, que era un orgullo familiar tenerlo! Lo amamos tanto, se lo
expresamos y él nos premia contándonos nuevas aventuras y nos hace reír; no
queremos que se vaya, pero tiene que trabajar, son once hijos los que tiene.
Es amigo de
todos. Es el “amigo fiel “de quienes lo buscan. Aprendió a serlo en las muchas
horas de platica que sostenía con personas que le doblaban y triplicaban en
edad. Su madre, doña Jesús le inculcó el respeto por toda persona. No debía
hacer distingos de ninguna clase, sean adinerados o pobres, todos son dignos de
un cordial saludo. Él y sus hermanos crecieron sin papá, la muerte les arrebató
al ser que tanto amaban y fue su madre quien los abrigó en su regazo. Además,
les hizo comprender que las personas que tienen canas, tienen sabiduría
práctica. Fiel al consejo recibido de su madre, le gustaba escuchar a dos
personajes mayores del pueblo: Félix y Vitaliano, dos ‘viejitos’ que llegan a
la Plaza cada tarde a eso de las cuatro, apoyados en sus finos bastones.
Conversa y ríe con ellos como si fueran de la misma edad. Aprendió a ser
ingenioso e inteligente y cultivó la genialidad de hacer bromas. Desarrolló un
humor perspicaz y se hizo famoso por su jovialidad. Y debido al carácter jocoso
que tiene se puede pensar que la gente se le acerca por eso. No, es más bien
debido a la sabiduría de vida que despliega. Existe un proverbio bíblico que se
puede decir, lo pinta de cuerpo entero por sus sobresalientes cualidades:
“Existen compañeros dispuestos a hacerse pedazos, pero existe un amigo más
apegado que un hermano”. Era muy humilde, dispuesto siempre a dar la mano a
quien sienta necesidad de ayuda. Apoya a los más pobres y les da una mano a los
soberbios que aprietan sus labios tan fuertes que casi se les dibuja una
sonrisa grotesca. Sabía perfectamente que el orgullo solo genera diferencias y
rencores. Tiene confianza en que las personas que albergan en su corazón
tristeza o irritación, cambiarán un día.
En todo
momento está presto a conversar mientras desarrolla su trabajo; no interrumpe
su faena cuando se le acercan en busca de un consejo. Y es ahí cuando aflora la
más hermosa de las cualidades que posee, escuchar: “el oído de los sabios
procura hallar conocimiento”. De las muchas contrariedades que agobia a la
gente, la gran mayoría son producto de aquello que no lo compartimos, lo vamos
guardando y eso hace “que el globo se vaya inflando” y la angustia se apodere,
generando estrés. El escucha a quienes se le acerquen, al hacerlo es como si
les devolviera “una caricia emocional”. Sabe bien que cuando uno responde a un
asunto antes de oírlo es una tontedad. Entonces Eudocio deja que la persona se
extienda contando su problema, lo medita y muy sutilmente le hace ver sus
errores, los mismos que suelen ocasionar su desaliento. Y es allí que sale la
sabiduría de un corazón calmado que abunda en discernimiento. Lo anima
amorosamente a reconocer y entonces le pide que arregle tal o cual situación.
Bien sabido es que las personas nos apresuramos a culpar a otros por los
asuntos que nos contrarían. Muchas veces las personas solo desean ser
escuchadas. Eso le hace ver, le ayuda a reflexionar. No hubo necesidad de un
consejo, solo de la ayuda reflexiva. Ambos meditan y terminan en un cálido
abrazo.
El trabajo
que tiene le permite pensar mientras lo desarrolla. De esa manera avanza en su
faena y no le hace caso al cansancio. La materia prima para su labor lo obtiene
a punta de “arañar” con fuerza mediante picos y lampas, la inmensa cantera de
arena en las laderas del cerro de Chancaraylla. Una vez que la arena es
suficiente para preparar los adobes que fabrica los va llenando en latas, las
mismas que serán transportadas a lomo de sus fieles asnos. Mientras él escarba,
los animales se encuentran mordisqueando las hierbas que florecen en los
alrededores. Cuando las latas han sido rellenadas va en busca de los jumentos o
los llama por sus nombres y ellos acuden con alegre trote. Son cuatro, los
medios de transporte y cada cual responde a un nombre: “el chapo”, “el negro”,
“el cachuplín” y “la burrita”. Son mansos, saben su trabajo y conocen el
camino. Eudocio, mi amado personaje inolvidable, avanza detrás de ellos a paso
cansino, y al completar su trayecto disminuyen su paso y se cuadran para
aliviarlos de su carga. Este mismo rutinario plan se desarrolla unas cinco
veces durante la mañana. Hay suficiente arena para el trabajo de la tarde. Les
quita el aparejo a los burros y ellos se van alegres a seguir mordisqueando
hierba fresca. La explanada donde hace
los adobes está cerca de la casa de mis padres y eso nos permite a mi hermano,
a mí y a la algarada de muchachos que lo rodean, estar a su lado gozando de sus
experiencias. ¡Que entrañables momentos! Trabaja y trabaja, parece que el cansancio
no hiciera mella en él y su eterna sonrisa soslaya el agotamiento.
“Amigo
fiel” es el apelativo afectuoso con que la gran mayoría de los habitantes lo
conocen. Las escasas oportunidades de trabajo que hay en el pueblo, hace que
cada quien aproveche o cree circunstancias favorables. Para la década de los
años veinte del siglo pasado, época de su nacimiento, la población natal es
apenas un montón de casas aisladas que se levantan alrededor de un pampón, al
que le dan el nombre de plaza. Crece viendo las nuevas casas que se construyen
y jura dentro de sí, levantar una para su madre. Admira a los terratenientes
más importantes que contratan de otros pueblos, a los albañiles más hábiles
para levantar sus casas solariegas con piedras labradas en lejanas canterías. Las
viviendas son de amplios compartimentos, con balcones de madera finamente
tallados y con techo de tejas de arcilla a dos aguas, con patios interiores y
caballerizas. Eudocio o “amigo fiel”, obnubilado por esas obras y siendo
todavía apenas un mozo, empieza por ser ayudante de la construcción. Viendo la
necesidad económica de la familia, aprovecha a la vez que ayuda, para aprender
las artes del trabajo. Terminada su educación primaria, no habiendo colegios
para avanzar en el estudio, lo que quedaba era buscar una forma de trabajo que
distraiga su hiperactividad. Ya desde joven además de responsable era muy
inquieto y gozaba de un sentido del humor muy especial. Si su madre Jesús
renegaba, él con sus ocurrencias, la hacía reír. Por aquellos días, vivía en el
pueblo el tío Falconeri, un hombre muy educado, de rebuscados pensamientos
intelectuales, con quien tío Eudocio pasaba largas horas de animada
conversación. Fue de él que aprendió a ser ecuánime en sus apreciaciones. ‘Aprovechen
al máximo cada momento oportuno y no vivir como necios’, dice el tío
Falconeri”. Sin embargo, el tío Falco además de intelectual era muy renegón y
su pupilo se burlaba de su seriedad, ganándose buenas reprimendas.
Con el paso
de los años formó su propia familia al casarse con su amada Concepción.
Entonces se entrega a la dulce y apasionada tarea de hacer hijos: tiene once.
Desde que se casó, decía como en broma: “once hijos para Conce”. Bromea a costa
de su efectividad: “donde pongo el ojo pongo la bala”, dice. Son una familia
muy bonita y unida, casi no hay tiempo para distracciones, pero así son muy
felices. Desde su primer hijo, Jesús el primogénito, le agarró el gusto por
procrear. Ella no tenía tiempo para acompañarle en el trabajo, casi siempre
estaba embarazada o acababa de dar a luz. Sus tareas como madre consumían su
tiempo y sus energías. A su esposa se le ve amamantando una criatura y de
pronto ya tiene la barriga hinchada; es hora del destete de uno y del cuidado
del que viene. A Eudocio no se le ve en cantinas, ni en grescas. Es inteligente
y ha tenido la sabiduría de quedarse con las cosas más sencillas con que un ser
puede contar como para ser feliz: el trabajo y su familia.
Es muy
amigo de mi padre. En cada conversación han escrito historias llenas de calor humano.
Visita con frecuencia la casa y muchas veces se hizo cargo de tareas que para
muchos puede resultar cruel; pero era así como se presentaban las cosas. Mis
padres criaban animales domésticos para el consumo de la casa, los mismos que
eran sacrificados de acuerdo a las necesidades y Eudocio era el que se hacía
cargo. Un poco asustado, yo veía desde la cocina como mi tío torcía el pescuezo
de las aves o amarraba las cuatro patas de los cerdos para luego desangrarlos.
Y con agua muy caliente le quitaba las cerdas, antes de pasar al degüello.
Luego me pasaba el susto, ayudaba a pasar las presas de carne para ponerlo en
el recipiente que hervía en el fogón. Hasta ahora siento ese olor a chicharrón
que salía de los peroles. En nuestro pueblo era costumbre que al matar un cerdo
tenías que repartir platos de chicharrón a los vecinos y alguna que otra mujer
gestante. Se decía que una mujer embarazada podía morir con los antojos que
producía ese olor tan rico y para evitar tal desenlace se le mandaba un
suculento plato. Después de almorzar, mi tío se iba feliz a su casa llevando su
buena porción de carne, aparte de los chicharrones.
Eudocio,
“Amigo Fiel”, murió en su vejez, satisfecho de días y de sus obras, rodeado de
su numerosa familia. Hijos, nietos, biznietos han aumentado en gran número,
casi como las estrellas que brillan en las noches laramatinas. Nuestra querida
tía Concepción le siguió los pasos, no podía dejarlo que solo enfrente las
sombras de la muerte. La esperanza que yo guardo para mis queridos tíos es que,
dentro de poco, cuando el Reino de Dios nos gobierne, ellos se levantarán y
juntos alabaremos a nuestro Gran Dios Jehová.
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