EL GALLITO PINTADO

 

EL GALLO PINTADO



El cansado jinete monta un hermoso ejemplar color zaíno, de crines, cola y cabos negros. A juzgar por el sudoroso caballo, el viaje fue largo o el trote muy rápido. En la grupa del animal, un muchacho de rostro feliz se agarra fuerte de la cintura del hombre mayor. El sol se pierde en los lejanas y filudas montañas del oeste; solo queda una hora de claridad y, hay que aprovecharla para guardar las vacas en el corral grande y los carneros en el aprisco pequeño. Se divisa en el callejón que da a Horno pampa, el polvo que ocasiona el ganado en su apurado paso. El chicote revienta en los lomos del toro que pugna por montar a una ternera.

Teodomiro es el nombre del jinete que ya se apeó de su caballo y habiendo bajado a su hijo, le ayuda a bajar las alforjas donde vienen un par de gallitos maltones. El hombre mayor, deja a su hijo y se dirige a ayudar al vaquero de rostro cobrizo y dientes blanquísimos, para que ambos puedan separar los becerros de las vacas. Es un duro trabajo el que ocasionan las pequeñas crías que no quieren separarse de sus madres. Al fin, después de arduo trabajo cuando ya casi   anochece, los becerritos quedan amarrados cada uno a su estaca. El vaquero se acerca respetuoso al señor y lo saluda con una blanca sonrisa. Luego corre a la acequia y se lava las manos y la cara mientras remoja los pies; muy pronto estará la cena. Los demás chacareros llegan desde distintos lugares con las lampas o azadones al hombro. Cansados y sudorosos, sin embargo, les quedan ganas de bromear.

Otto, el hijo, se siente feliz, pues su padre después de tanto ruego, accedió a comprarle esas aves que tanto deseaba. A partir de ahora, son el bien más preciado que posee y les busca un lugar cerca de la cocina para que duerman lejos de los otros gallos y gallinas. La noche tiende su oscuro manto y todo el bullicio del día desaparece para dar lugar a un silencio hondo que solo es roto por los aullidos de los perros. En lo profundo de su sueño, Otto, en su cama, agita los brazos y piernas soltando un grito de alegría: su gallo está peleando y su victoria parece rotunda. Al grito del muchacho, la mamá despierta y corre a socorrerlo pensando que algo le sucede. El niño desconcertado cuenta del sueño a su madre, ella lo acuna con cariño y lo hace dormir otra vez. A partir de allí, la tarea de Otto es entrenar a sus pollos maltones. Su máximo anhelo es convertirlos en gallos de pelea.     

La bonanza que hoy se vive en esta hacienda, es consecuencia de la labor dura y pesada de años pasados. A orillas de un río de profusas aguas cristalinas, los extensos campos eriazos abundaban y la mano de obra, escaseaba. Hizo falta un trabajo perseverante o el no rendirse jamás. Los primeros rayos solares de cada mañana recordaban que era el inicio de un nuevo día y la luz plateada de la luna anunciaba un merecido descanso. La pareja de esposos no se dan tregua, la pala, el pico y la barreta, son sus fieles compañeros. Con el tiempo, logran su primera yunta de toros; con el arado y las rejas de acero profanan las virginales tierras y hacen del trabajo un servicio sagrado. Con el tiempo, los campos se cubren de vegetación y los animales engordaron sus carnes y el número de peones aumenta. Lo fértil del terreno que hoy se ve, se logró gracias a la esforzada faena de todos esos labriegos dedicados, bien comidos y tratados con dignidad y respeto. Para el matrimonio dueño del lugar, contratar más personal, se hizo necesario. Los nuevos ayudan tanto en la siembra como en el pastoreo. Con el paso del tiempo, en este solitario y bello lugar, el alboroto creció.

Antes de que caiga el velo de la noche, los muchachos arman gran algarada. Unos ayudan a separar los becerros de sus madres. Les atan una soga en una de sus patas delanteras y los aseguran amarrándolos a una estaca y así permanezcan toda la noche. Otros chicos, corretean las gallinas y gallos, hasta que logran entrar en sus gallineros. Los patitos chicos caminan con donaire meciendo sus cuerpecitos de un lado y para el otro, en fila detrás de la mamá pata; vienen de la acequia donde estuvieron nadando toda la tarde. Los hijos del amo, tienen escogidos sus gallos favoritos y los van entrenando para grandes batallas. Cuando el papá Teodomiro no los ve, hacen pelear sus favoritos. Todo, marcha con tranquilidad, la felicidad embarga por igual. Mientras que los muchachos tienen su propia forma de diversión, las dos hijitas de la familia del amo, también buscan sus particulares formas de pasar el tiempo. Teniendo tantos animalitos, no hay lugar para muñecas inanimadas, engríen a los becerritos recién nacidos, o dan leche en biberones a los carneritos huérfanos. Además de esas diversiones, la hijita mayor tiene un sapo al que cuida, prodigándole cariño. Este animal, cada día se aparece junto al fogón en busca de las moscas que por allí vuelan en gran número; ella evita espantarlas de tal manera que el sapo tiene su comida asegurada, atrapa moscas al vuelo. El sapito, con la panza llena abandona el fogón y Rosita, la hermana menor, lo espolea hasta el refugio que lo protege: bajo una piedra, fuera de la cocina. Teodomiro y Julia, los amos del lugar, se sienten muy felices al ver a sus hijos e hijitas mujeres, que juegan en la paz de su querencia.

Otto, aquel niño que vimos en la grupa del caballo que montaba el papá, sigue dedicado al cuidado de ese par de pollos que trajo en las alforjas, y que ya, a estas alturas han desarrollado convirtiéndose en hermosos gallos. Los alimenta con esmero y los entrena con la esperanza de que sean en el futuro gran campeones. De estos dos jóvenes gallos, uno resalta por la fina estampa, la valentía y los fuertes músculos que ha formado. Se atreve a desafiar al gallo grande, amo del corral, lanzando un sonoro ‘kikiriki’. Pero el grande tiene autoridad y dominio en todo su territorio, autoridad que logró a fuerza de picotazos y aleteos, frente a su antiguo rival, otro gallo mayor. Se cumplió la ley de la vida: la juventud y el ímpetu se impuso a la vejez y falta de fuerzas. Hoy que ha envejecido tiene ante sí el enorme desafío de seguir reinando. El inquieto Otto busca ahora el enfrentamiento entre su atrevido gallo y el señorial gallo mayor, pero siempre el grande lo correteaba. Siguiendo su crecimiento se convirtió en un hermoso ejemplar, pero el gallo grande, acostumbrado a vencerlo desde pequeño, sigue imponiéndose. Otto ensayaba toda clase de artimañas para que se le enfrente, pero todos sus esfuerzos eran inútiles. Un tanto frustrado, viaja a lugares lejanos en busca de nuevos rivales para su gallo, que le sirvan de entrenamiento. Se iba a Galluyoc, unos kilómetros lejos de su casa en busca de nuevas batallas o se iba a Colca o al Molino; igual su gallo salía ganador.

Su preocupación crece y su desazón aumenta. A pesar que su gallo está más grande y fuerte, cada vez que lo lanza en contra de su rival, sale huyendo. Era objeto de la burla de sus hermanos. No dormía con tranquilidad, despertaba en las noches y en el insomnio ensayaba estrategias. Hasta que un día, amaneció con una sonrisa radiante. Era domingo, día de descanso en las labores. Todos, menos Otto, se preparan para una tarde deportiva. Preparan una nueva pelota de trapo, Lucho consiguió a hurtadillas unas medias de su mamá y preparó un gran esférico: ‘la tan preciada pelota de trapo’. Al mediodía el entusiasmo crece y contentos se dirigen al comedor. Después del almuerzo, Otto y el gallo grande desaparecieron. Luego de una hora hizo su aparición, venía radiante de alegría, cargando un costal. En su afán de buscar el enfrentamiento de su gallo, por fin ensayó lo que consideraba la última de las tácticas: Cuando terminaron de almorzar, esperó a que enfríe un poco el fogón y luego en una bolsa metió todo lo que pudo del hollín. Agarró el gallo grande y se fue camino abajo a la chacra del lado del río y en su escondite tiznó con el hollín, al invencible gallo grande.  De negro, se le veía desconocido. Llegó a la casa y llamó a todos a viva voz, anunciando la gran pelea. Su gallo paseaba entre las gallinas; aquel hermoso animal al que venía entrenando desde hace tiempo, tenía su última prueba de fuego. Era ahora o nunca. Cuando todos estuvieron reunidos, incluso sus padres, sacó del costal al gran gallo invencible, estaba irreconocible pintado de negro con el hollín. Con el animal pintado en brazos se acercó a su gallo y se lo tiró encima y empezó la pelea. Para su gallo, este animal negro era desconocido y se le abalanzó con todo. El ‘gallo pintado’ se sorprendió por el ataque del otro a quien tenía sojuzgado, pero ya era tarde para sorpresas, empezó la gran batalla, ninguno se daba tregua, sangrando y desfallecientes seguían embistiendo al rival. Se batían ambos, con los aires de expertos luchadores. La juventud del uno y la experiencia del otro, hicieron que sus acometidas llenas de furia no cesaran y buscaban impetuosamente imponerse sobre el rival. Fue una batalla épica. El amo y su familia, los trabajadores y otros mirones presenciaban asombrados y en silencio, la singular batalla. Se picotean alargando sus erizados cuellos, la sangre brota de sus crestas, pero no se dan tregua. De tantos saltos y aleteos la negrura del hollín fue desapareciendo, el gallo joven vio con sorpresa que su rival era aquel a quien tanto temía enfrentar, se enardeció de cólera y se abalanzó con fiereza sobre su rival logrando dominarlo. Cayó el gallo grande y se rindió ante el ímpetu juvenil. Y como anunciando que existe un nuevo emperador soltó un estruendoso cocorococóoo. La soledad y el silencio de este paraíso se rompe de pronto cuando se escuchan los gritos victoriosos de la pandilla de muchachos al ver el triunfo de aquel guerrero tantas veces vapuleado por su rival. Triunfó la estrategia y a partir de ese día el gallo de Otto, fue el nuevo rey del gallinero. El gallo mayor cedió su lugar con hidalguía y a partir de allí reinó la paz, con un nuevo monarca.

Uno de los asistentes dijo al final: “no hay problemas grandes que no se puedan vencer, es cuestión de ensayar nuevas formas de lucha”.

 

 

 





























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