RELATOS CORTOS




                                                                             Plaza de Laramate. 




RELATOS CORTOS

 

PUMPUKULLU Y CHABELA

“Indio de frente taciturna y de pupilas sin fulgor, ¿qué pensamiento es el que escondes en tu enigmática expresión?

Raza antigua y misteriosa de impenetrable corazón que sin gozar ves la alegría

Y sin sufrir ves el dolor”  J. S. Chocano

Hoy, que todo se mueve a un ritmo rápido e impulsivo, es necesario hacer un alto para recordar los momentos de la gente humilde de mi pueblo. No digo humilde, en el sentido de pobreza; lo digo por las pocas oportunidades que le dimos para demostrar su grandeza; y a pesar de sus adversas circunstancias, caminaban con dignidad; no tomaron ni exigieron cosas más allá de la que podían conseguir con honradez. O tal vez no tuvimos la visión y paciencia para descubrir sus sentimientos. Eran días difíciles para los pueblos de la sierra de Ayacucho; una temible peste y la extrema pobreza, hacen que grupos de familias aparezcan en Laramate escapando de una muerte segura. Y por si fuera poco la sequía por falta de lluvias está aniquilando sus animales. De los muchos que llegan, unos siguen su acongojado paso hacia la quebrada y la costa y otros se establecen en los alrededores. Entre ellos llegó un hombre y su mujer, casi en la indigencia y buscan un lugar para vivir. Se fueron río abajo hasta encontrar un rincón desolado cerca de Palca y allí se quedan. Demetrio era un hombre no muy alto, de aspecto rechoncho que lucía una sonrisa verde, por la coca que chacchaba. Ella, la Chabelita, era una mujer baja de aspecto frágil y rostro agradable, con un par de trenzas que caían sobre sus hombros. Nunca nadie se interesó  en conocer su precaria situación y el porque vivían de esa manera. Se ofrecían para ayudar en trabajos menores con tal de ganarse el pan diario. La mujer es hábil y diligente, se granjea la simpatía de muchos. El hombre es serio y taciturno y como no habla castellano, anda en silencio. No se les hace mayor caso, solo cuando los vemos borrachos, reíamos de su pobre aspecto, unos más y otros menos, ridiculizándolos por su facha. De su calidad de migrantes quechua hablantes, se aprovecha algún tirano ganadero y los hace trabajar duro, solo por un plato de comida. Lloran en silencio y cuentan cosas terribles de la peste y sequía, que azotó su pueblo, en la sierra de Ayacucho y como es que llegan hasta  Laramate. Cuenta que han caminado largas jornadas sin comer, solo sostenidos por la coca que mastican, y hoy de sus raídos vestidos solo quedan harapos. Desde que llegaron, la indiferencia de mucha gente del pueblo, los agobia; es por eso que buscan un lugar apartado de la población, para vivir. Ahora están en una pequeña porción de terreno, allá en la bajada a Palca, es una accesoria finca que nadie les adjudicó y de manera rudimentaria, iniciaron su labor de sembrar hortalizas, elaborar sillas y tejer canastas. Como son muy pobres, no tienen siquiera herramientas que los auxilie en su trabajo. Algún buen prójimo del pueblo le regaló un cuchillo y un viejo machete; esos eran sus pertrechos de labranza. Construyeron su tosca cabaña con carrizos y palos y techo de paja. Y con una lampa vieja que por algún lugar encontraron, removían la tierra. El trabajo es duro, pero no se rinden. Para aliviar el cansancio y disimular el hambre, mastican coca con complacencia como único alimento, hasta que salga su cosecha y puedan vender sus productos. Cuando consiguen reunir un regular número de las  especies que elaboran, entonces, suben al pueblo a vender sus productos. Con el poco dinero que logran, se abastecen de lo necesario para comer por un par de meses; lo comprado lo empaquetan en un atado y se lo echan a la espalda. Antes de irse a su lugar, se emborrachan, lloran juntos entonando tristes huaynos en quechua, y a medida que la borrachera avanza, la nostalgia los hace cantar con más fuerza y bailar música del carnaval, que les recordaba su lejano pueblo. En la letra de una de sus canciones, la expresión repetitiva era: Pumpukullu. A partir de entonces, se queda con ese sobrenombre. Hay oportunidades en que alguien del pueblo le pregunta:

“Imanirtaq alläpa llakikoq? (¿por qué estabas tan triste?

Wakin kutisqa llakikuni, mana puriyta atisqaymantataj waqarikuni. (hay momentos en los que estoy triste, y lloro cuando pienso en mi situación)

Siguen danzando con alegría mezclada con llanto y en las tantas marionetas que realizan, caen al suelo, se revuelcan en el barro muy contentos, para luego levantarse y emprender el viaje de regreso a su pequeña finca. Por la calle que va a Cuculipata y por toda la bajada a Chacapata, siguen abrazados cantando en quechua. Uno de sus cantos, que, traducido al castellano dice:

“Pumpu kullu

Por qué he llorado tanto, porqué he sufrido tanto;

Si el río solo llevaba un tronco podrido, pensando que era mi amada” (Traducción y datos de Nimio Huamán Garamendi)

 

                                                                         

                                                                       CUENTO Nº 12

AURORITA

Está mi madre en el balcón del segundo piso, ocupada zurciendo una media. Como el trabajo que realiza necesita mucha concentración, no repara en quienes están pasando por la calle. En eso, escucha una voz fuerte que dice: ¡Tía Justa, buenas tardes! Voltea la cabeza hacia la calle y no ve a nadie. Está segura de haber escuchado su nombre, pero no se sabe quién lo pronuncia. La curiosidad pudo más y dejando su obra en el piso de madera, se levanta para ver, de dónde viene la voz. Ya un poco lejos, como a cincuenta metros está la persona que la saludó, ella va arreando sus vacas con una varita de arbusto en la mano: ¡es Aurorita! Mi madre le contesta el saludo, y entonces, aquel rostro se llena de un sentimiento de felicidad que irradia, resplandeciente. Es la niña más inocente y linda del pueblo. Viste un amplio vestido floreado, que no logra esconder las formas de su bien formado cuerpo; su cabecita está cubierta por un sombrero grande tejido con paja y arrastra unos zapatos ya de buen uso. Su blanco rostro adornado con sonrisa brillante, nos da la certeza de que tiene, unos veinte años de edad.

Retrocedamos unos trece años en el tiempo. Una niña, de unos siete años, va de la mano de mamá Rebeca caminando a paso de vaca con dirección a Cuchipampa. La pequeña es inquieta y juguetona, corre detrás de cada animal, azuzándoles para que avancen; es feliz.  Además, es hacendosa, disfruta al lado de su mamá de la larga caminata. Si una vaca se sale del camino, entonces Aurora corre y lanza una piedra para que el animal enderece su trayecto. Las chacras de alfalfa de la familia están a unos cinco kilómetros del pueblo. El recorrido de ida y vuelta con los animales es diario y todo parece que transcurre con habitual tranquilidad. Llegan al alfalfar, saludan a la abuelita Teresa que sale de la cabaña y amarran a los animales en su respectivo lugar. Concluida la tarea, Rebeca se apresura para regresar al pueblo, toma de la mano a Aurorita, pero ella le ruega quedarse con su abuelita Teresa. Esta es una actividad diaria, así que la deja para que ayude a atajar las vacas, pidiéndole que cuide bien y obedezca; ya en la tarde regresarán arreando los animales al corral. El tiempo sigue su curso cargando su pesada rutina. Casi anocheciendo llegan a la casa, la niña corre a los brazos y goza del amor de papá Amador quién la sube en sus rodillas, la engríe haciéndole cosquillas y juntos ríen. Amador es un ganadero importante de la zona, como muchos otros. Cuando no viaja a comprar ganado, está en su tienda, que es la más surtida del pueblo. Parece que la felicidad sonríe a esta familia. 

Por otro lado, en la vasta campiña que rodea al pueblo, se ve distintas puntas de ganado en los alfalfares. Casi todos los rebaños proceden de la zona de las punas, en donde los animales  crecen sin la presencia de humanos que los conduzcan y eso los convierte en chúcaros, huraños y algunos hasta han desarrollado la agresividad. Los vaqueros deben tener mucho cuidado; algunos han sufrido graves cornadas, y esto obliga a que cada rebaño tenga gente avispada que los vigile. A pesar de la recia precaución que se toma y dentro de toda esta aparente tranquilidad el infausto destino va moviendo sus fatales fichas. El tiempo y el suceso imprevisto se presenta cuando uno menos lo imagina, hasta parece que se regodea en aguardar, esperando el minuto inexcusable para acabar con la paz y tranquilidad reinante. Y así corre el inexorable tiempo.

Allá en la chacra, mientras la abuela Teresa y Aurora se distraen un momento, con las ocurrencias de la niña, una vaca aprovecha para escapar trepando la pirca de la chacra. Corre con dirección al potrero cercano, donde hay un numeroso rebaño. La niña sale en persecución, como innumerables veces ha sucedido; pero la vaca terca huye presurosa, y en eso, un toro arisco sale del potrero a todo correr para cortejar a la vaca; pero la niña, con desesperación, trata de impedírselo. El toro es un animal muy bravo, que cegado por sus deseos, arremete contra la niña amenazando con cornearla, pero ella logra a duras penas esquivar y el toro sigue persiguiendo con furia. Y, como Aurorita está en el medio de los animales salta a un costado, como acto de supervivencia, entonces se llena de pánico y cae desmayada;  y el toro, pasa por encima pisoteándola y dejándola como un guiñapo. Los vaqueros, del potrero cercano que miran impotentes el acontecimiento, corren en auxilio. Tratan de reanimarla, pero es imposible; su vida pende de delgado hilo. Un jinete aparece en socorro y la lleva al pueblo en busca de atención. No se pudo hacer mucho. La niñita no reconoce a nadie, está como inerte, con los ojos extraviados. 

Las hileras de los días y meses se suceden, el amor y cuidado de su madre logran lentos avances. Al cabo de un tiempo ya camina, empieza a reconocer a sus familiares. En el transcurso de este penoso trance, la mamá con oraciones a Dios, la arrancan de las garras de la muerte y nos regalan a la niña más linda e inocente del mundo. Aurorita, por más que pasen los años, siguió su vida sin cumplir ni un año más de edad. Sus siete añitos son la ternura de todo un pueblo. Su cuerpo va creciendo, pero ella sigue con la inocencia más pura. Es un misterio sin resolver como es que se acuerda de los nombres y rostros  de algunas personas cercanas a ella. Siempre que me cruzo en el camino a la escuela, la trato con cariño y le saludo: ¡hola Aurorita! No me contesta al instante; está sumida en su propio mundo, siempre alegre y sonriendo; cuando de pronto, ya lejos, reacciona y dice: ¡hola primo!  Va arreando sus vacas a Chancarailla y allá se queda cuidándolas. No sé cómo es que calcula la hora, pero a las cinco en punto, saca las vacas de la chacra y regresa con ellas hasta el corral. No encuentro la respuesta a las muchas actitudes maravillosas de mi querida prima Aurorita. Sucede que, aunque me ausente años del pueblo, a mi regreso, siempre estará Aurorita, acordándose de mí: ¡hola primo! De manera personal, tengo la firme esperanza de ver a mi prima Aurorita, en el Paraíso terrenal, corriendo feliz, sin enfermedades. Isaías 35: 5,6 dice: “en aquel tiempo los ojos de los ciegos serán abiertos, los oídos de los sordos serán destapados… (no habrá enfermedades)”; y mientras esa maravillosa promesa de parte de nuestro Dios Jehová llega, yo seguiré recordándola como la niña que nunca dejó de ser niña.

 

 

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                                                                 CUENTO Nº 13

LA PRIMERA COMUNIÓN

En las noches con el intenso frío de agosto, había, sin embargo, un acontecimiento que hacía entrar en calor a toda la gente que se aglomeraba en las esquinas de las calles que dan a la plaza. Padres con sus hijos, toman de una taza humeante un rico ponche. Las señoras que atienden a sus clientes, desde temprano, antes de anochecer, han armado sus fogones con leña para la elaboración de este rico brebaje. El ponche se prepara con abundante leche, coco rallado, ajonjolí tostado molido, además de canela y clavo de olor; hecho por el cual su sabor es inigualable. Es el néctar tradicional para beberlo en noches de procesión. Y esta, es una noche de aquellas; la gente se calienta antes de la misa y después de la procesión del santo al que fueron a darle parte de su devoción. Cuando las andas de la imagen, ha regresado a su templo, los acompañantes se dispersan buscando un lugar seguro, pues dentro de algunos minutos, empieza el espectáculo más esperado.

Desde la tarde, una decena de hombres se mueven presurosos, armando unas torres de carrizos, en distintos lugares dentro de la plaza. Unos amarran, otros van rellenando las cañas con pólvora y otros más, taconean dentro de unos barriletes pequeños de acero, la pólvora bien chancada. Son las camaretas, que reventarán dañando los oídos con tremendo ruido. Las torres son los castillos que estallan esplendorosos, iluminando la lóbrega noche, con brillantes colores. Son la delicia de los adultos y muchachos. Se escuchan las fuertes detonaciones de carrizos repletos pólvora y eso hace que nos escondamos debajo del gran pañolón que abriga a la mamá. Este espectáculo dura más o menos tres horas. Desde la puerta del Templo, el sacerdote que oficia las ceremonias, mira con deleite como sus fieles gozan con los cultos; termina su último cigarrillo y se mete a la iglesia, satisfecho. Las canastillas que recogen la limosna, estuvieron generosas.

Este mismo sacerdote es el encargado de “guiar” a los niños en la enseñanza del catecismo y los mandamientos. En su alocución nos amenaza con portarnos bien porque de lo contrario Dios nos castigará enviándonos al infierno donde nos vamos a quemar. Solo los buenos, los obedientes y los que den limosna, irán al cielo, recalca. Es necesario confesar los pecados a Dios, dice. Además, dice que confesar a Dios, significa contarle a él (o sea al cura), todo lo malo que hacemos. Si somos perdonados, podemos hacer la primera comunión. A mí me da miedo asistir a ese tétrico lugar. Sin embargo, llega el día en que una fila de veinte muchachos, del segundo grado, sale de la escuela con dirección a la Iglesia. Muchos vamos temblando de miedo, pues el sacerdote que atiende los servicios religiosos, nos ha amenazado con la monserga de siempre: ¡el que se porta mal se irá al infierno! Digo, temblando de miedo, por el lugar misterioso y oscuro, pero también por el temor a confesar nuestros pecados; pues viene a mi memoria las muchas veces que he desobedecido o mentido a mis padres y maestros; y temo no regresar a casa, pues tal vez de allí, con tanto pecado, me vaya directo a quemar en el infierno. Felizmente no sucedió lo que temía; el cura en su confesionario escuchó impasible mis graves confesiones y como indulgencia me mandó a sentar en la banca, para rezar como castigo, veinte Ave Marías y veinte Padre Nuestros. Demás está decirlo, no completé la tarea. Solo movía los labios para parecer que estaba rezando. No sé si Dios me ha perdonado, pero lo cierto es que hice mi primera comunión. No le tenía mucha fe a todo lo que los curas pregonaban, porque en cierta oportunidad, me escabullí con un amigo de andanzas, Aníbal, hasta una habitación donde la penumbra poblada de misterios, hacía que todo lo contemplase con miedos. En un rincón de la parte lóbrega de la sacristía, había Santos desmembrados o con la cabeza rota. En otro rincón, los ojos de un santo brillaban de una manera horrible, que al mirarlo salí huyendo del lugar, sobrecogido de pavor. A partir de allí se me quitaron las ganas de ser sacristán. 

 


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