HOMENAJE A LOS HOMBRES DEL CAMPO
Hoy 24 de junio, me toca regresar a la época en la que mi
primera felicidad florecía tranquila. Son los días de escuela y me veo formado
en el gran patio de la escuela, mientras que don Froilan de la Torre, dirige
una alocución dedicada a todas aquellas personas humildes que labran la tierra
y pastorean animales. Se conmemoraba el Día del Indio. Para la ocasión se
prepara poesías alusivas a ensalzar la sacrificada labor que realizan: “indio
que labras con fatiga, tierras que de otro dueño son: ¿ignoras tu que deben
tuyas ser, por tu sangre y sudor? ¿ignoras que audaz codicia, siglos atrás te
las quitó?" Con enérgicas prosas de sensibles poetas, cantamos odas que
estimulen el amor propio de nuestra gente. Les hacemos saber que el trabajo que realizan es valioso y que gracias a su esfuerzo se ha ido construyendo las bases para el progreso del pueblo en que vivimos; y que pueden
aspirar a algo mejor. Para los que nacimos en Laramate, resultan siendo, esos
recuerdos, un lugar común amamantado por todas las nostalgias. Como olvidar a
los que, con arduo trabajo logran profanar con el arado, el pedregoso terreno
para convertirlo luego, en verdes sembradíos. Y como no reconocer a los que fueron ganados por las pocas oportunidades y quedaron en la pobreza física, pero no en la miseria moral. Mi saludo a don Eugenio. Un hombre alto, vigoroso, de mirada torva y rostro sombrío que muestra una verde sonrisa, por la coca que mastica para abrigar sus helados días, mientras pastorea numerosos animales que no son suyos. Cada cierto tiempo llega a casa de mis padres y lo hace recorriendo largas caminatas desde Ronguillos, para dar cuenta que una de las vacas, ha parido un
ternerito.
-Rimaykullaykim taytay don Víctor, dice Eugenio (te saludo, don Víctor)
-Yaykukamuy Eugenio, invita mi madre (pasa adelante)
-He venido a comunicar que la vaca negra ha parido un
ternerito y la zarda, está preñada, ya avanzada; sería bueno traerlos, allá se
van a morir de frío, dice Eugenio.
Sigue informando del estado en que se encuentra el poco ganado que mis padres tienen
en la puna. Luego se sientan a la mesa y almorzamos todos juntos. Nosotros, los hijos, lo
miramos con detenimiento y cierto cariño; nos da pena sus pies rajados de frío,
pues solo calza “ojotas”. Tiene como abrigo un raído poncho y un sombrero muy viejecito; en mi pensamiento
dudo que esas prendas hayan sido nuevas, alguna vez. Don Eugenio, como le llamamos, es de
complexión fuerte, de anchas espaldas y de cara prieta producto del clima helado de la zona en que vive; irradia ternura.
Terminada la comida, mi madre, invita:
-Samarikuy (descansa); pero él niega con la cabeza.
Ruwamuy mamay, (debo hacer algo) contesta. Mi padre le entrega dinero, que pronto es metido a su bolsillo, y se despide:
Ruwamuy mamay, (debo hacer algo) contesta. Mi padre le entrega dinero, que pronto es metido a su bolsillo, y se despide:
-Tupananchikama taytay (hasta la próxima vez)
-Qamlla allinlla, (que te vaya bien) le desea mi madre. Eugenio se va contento.
Don Eugenio es un hombre de movimientos entumecidos, que
cuida el ganado de varios dueños. Vive en las congeladas tierras de la gran
meseta, detrás de Llamoca. El lugar donde pastorea es una zona inmensa cubierta de pastos naturales y es peligrosa por los ladrones de ganado que llegan de lugares lejanos y deambulan a lomo de bestia, esperando un pequeño descuido para robar los animales que se alejan de su tropa. La única arma con la que cuenta es una honda, que emplea con habilidad.
Así como recordamos con marcada admiración a ese señor, también lo hacemos con otros. Hay quienes consiguen sustento para su familia, a fuerza de escarbar con pico y lampa, tierras que de otro dueño son. Algunos, alquilan sus energías desde el amanecer hasta el anochecer sin quejarse por las condiciones adversas en la que viven; sin embargo, tras su aparente resignación, desean que sus hijos no pasen por lo mismo, de tal manera, que hacen lo sumo para enviarlos a la escuela y no queden ignaros como ellos. Reconocen que los estudios brindan oportunidades, que ellos no tuvieron. Y otros hombres y mujeres, se pasan la vida cumpliendo eventualmente tareas específicas, que le brinden algún dinero para uso familiar.Tal el caso de Manuel Palomino, un humilde señor que vivía en la falda del cerro Calvario. Es muy diligente y agradecido con los que le dan ocupaciones. Las veces en que mi padre tenía que viajar de madrugada en su caballo, don Manuel iba de noche, hasta los andenes de Huayrana a cortar alfalfa de la chacra alquilada que teníamos; de tal manera que el caballo comía a sus anchas en el patio de la casa y luego, Manuel mismo se encargaba de ensillar al animal para que mi padre, partiera a la hora fijada. Su señora, doña Basilisa le ayudaba en algunas faenas, sobre todo en la transformación de lana en hilo, mediante la "puska", de tal manera que confeccionaba ponchos y alforjas. Mi madre subía hasta su casita en la falda, para conversar o comprarle algo. Otro amigo de la casa era Falquito Salcedo, un mozo de unos veinte años que creció con las limitaciones que su salud le permitía. Su mente no desarrolló a la par que su cuerpo; pero eso no fue impedimento para convertirse en un joven muy trabajador y servicial. El estaba donde lo requerían, siempre con una amigable sonrisa en el rostro. Era muy amiguero y cariñoso con todos; tenía esa admirable costumbre de tratar con diminutivos zalameros a las personas: ¡hola Lochito!, me decía ¡Hola Ermita! llamaba a mi hermana, y así a muchos. Mayormente se le veía colaborando en cuidar las vacas de don Pelagio Valencia, donde su amable esposa, la tía Natividad, le daba trato filial. Cuando el ganado de ellos, se iban a la loma, entonces Falco, quedaba libre para ayudar a otras personas. Llegaba a la casa a prestar ayuda y siempre era bienvenido. Tengo recuerdos bonitos de Falquito: lo acompañaba hasta Huayrana a cuidar los animales. Cierta vez que estamos atajando las vacas, bajaron de lo alto del cerro de Huaquirata, un par de venados y se metieron a la alfalfa a comer. No hicimos nada para espantarlos, al contrario, casi ni nos movíamos para que no se asusten. Comieron tranquilos y una vez llenos, se fueron a su habitat.
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Chozas como esta, eran las antiguas viviendas de gente humilde. |
Ha pasado muchos años desde mi niñez y con el paso del tiempo mi caminar de silencio y calmas se hizo lento, pero las penas y alegrías que arrastro hacen que mi corazón esté lleno de gozo por lo vivido. Escribir para vencer la soledad puede resultar enriquecedor, dado que necesitamos compartir nuestras vivencias, con usted amigo lector. La gran mayoría que vive en el pueblo encarga a otras personas el cuidado de sus animales tanto en las lomas como en las punas. La señora Paula Janampa tiene sus apriscos en la zona de Cuyo. Ella y su familia ganan un dinero extra cuidando ovejas de varios dueños. Sus territorios de pastoreo están provistos de abundante pasto silvestre, pero con el paso de cientos de ovejas, duran muy pocos días, de tal manera que tiene que ir itinerando de un lugar a otro de forma continua. Otro caso parecido es el de la señora Margarita Saravia; si bien tiene menos ganado lanar, sin embargo su labor es incesante. Cuantas veces los zorros le han arrebatado las crías de sus corrales. Para ayudarse en el trabajo, tienen muchos perros pastores que se alimentan desde pequeñitos de la leche de la borrega; maman de ella y eso les hace pensar que también son ovejas, viven en medio de los carneros. Y por último, nuestro más cariñoso recuerdo de mi tía María Jurado de Lamblama. Ella, en tiempos de loma, ordeña vacas y hace quesos para muchos dueños. Su estancia era en Pano. Gratos recuerdos y un sincero homenaje a esas queridas personas. Lo de día del Indio, no era en el sentido peyorativo, era así como se calificaba aquel tiempo a las personas del campo.
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