DETRAS DEL SACRIFICIO VIENE LA VICTORIA
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Fotografía del año 1,950. Están Víctor Loayza y su esposa Justa Guillén acompañados de la señorita Noemí Guillén Tenorio y los esposos Sotomayor de Llauta. |
En este tiempo, habiendo trepado hasta las alturas que la edad me permite, haré un alto en el camino para hablar de mi padre. Debo imaginar que su parquedad es producto de la crianza que recibió. Para muchas personas se le hace difícil decir te amo, si en su infancia no tuvo a su alcance frases como esa. Siempre se expresaba con moderación, con las palabras precisas, no más. Cuando teníamos visitas, cosa que era frecuente, los menores no podíamos participar en una conversación, amenos que se nos permitiera expresamente. Nos enseñó el valor del respeto, la hospitalidad y la humildad. Por situaciones de trabajo, casi siempre viajaba. Mucho recuerdo a las personas que venían a buscarlo desde sitios muy alejados. La enfermedad no avisa y si acaso apareciera algún síntoma, mayormente se espera hasta que ya se está grave. Recién nace el apuro y la desesperación. Llegaban a la casa a cualquier hora, montados en caballos sudorosos. Tocaban con desesperación la puerta, rogando a mi padre que se apure para viajar de regreso y atender al familiar enfermo. Horas de viaje y días de espera hasta que mejore la salud. A hora nona, cuando ya el enfermo está repuesto, viene la hora de arreglar cuentas: "don Víctor no hay dinero, cuando venda mis carneros le pagaré, mientras tanto, llévese una gallinita", le decían. Aceptaba dando muestras de comprensión. Para llegar con algo de dinero a la casa, visitaba en los alrededores a otros enfermos y con eso regresaba. No condicionaba jamás la atención a los pacientes por dinero. La salud era lo primordial. De tantos viajes, no en todos le fue bien, tuvo algunos serios problemas; sufrió hasta asaltos. Por ejemplo, aquella vez que regresa de un aislado viaje. La distancia entre Huachuas y Llauta es de unos treinta kilómetros. Víctor, montado en su manso corcel va al trote del caballo gris moteado, sin apuros. En medio de su rostro hay una sonrisa, que bien puede ser de satisfacción por el cumplimiento del trabajo realizado, que lo llevó hasta allá. Por este sendero ha trajinado infinidad de veces, se puede decir que conoce hasta los detalles más mínimos del accidentado paraje. Está próximo a un recodo del camino y como nunca, su caballo se muestra reticente a seguir caminando, como intuyendo algún peligro. De pronto, de en medio de un monte de hierbajos, sale un sujeto con el rostro cubierto por un pañuelo, que sostiene en sus manos un revólver. Lo manda: ¡a detenerse o disparo!. El jinete detiene su caballo y se apea, siguiendo las ordenes del asaltante. Sin soltar su arma, le rebusca los bolsillos y las alforjas. Encuentra el dinero que busca, le quita el reloj con cadena que lleva atado al chaleco y le ordena retirarse al galope. No es la primera vez que le sucede percance de este tipo. Tiene por costumbre, no solo viajar a estos lugares, sino también hacia el otro extremo del lugar donde vive, y a todo pueblo de los alrededores. Es el Sanitario encargado de cuidar la salud de los habitantes de por lo menos diez pueblos: Huac Huas, Carhuacucho, Llauta, Laramate, Ocaña, Tomate, Chuya, Sonconche, San Pedro de Palco, Uruisa y hasta Chavincha. Su horario de trabajo empieza a las seis de la mañana del lunes y termina a las cinco y cincuentainueve del siguiente lunes, vale decir, las veinticuatro horas de cada día. Don Víctor Loayza Mauricio, ha entregado cerca de cuarenta años de su vida a curar a todo paciente que requería su asistencia. A miles de madres las asistió en las labores de parto, de tal manera que esa cantidad de hombres y mujeres que habitan estos pueblos, él los ayudó en su nacimiento. Ha vivido socorriendo a la gente que padecía los estragos de diferentes pestes. El paludismo o malaria, atacó en la quebrada desde Colca hasta Saramarca a finales de la década del cincuenta. Viajó hasta el lugar de concentración del mal y lo enfrentó. Salvó la vida de decenas de personas, tan solo con la ayuda de la "quinina" y algún que otro fármaco. Se sobreponía al temor de contagiarse, lógicamente tomando sus precauciones; organizó campamentos de socorro y aislamiento en Hornopampa, Galluyoc o El Molino. En aquella oportunidad se quedó al lado de los infectados todo el tiempo que requería su recuperación. Hizo lo mismo en la otra quebrada, la de Llauta hasta Chichictara. De igual forma actuó, ante otro brote de pestes, como la Viruela o el Sarampión, estuvo allí desarrollando una intensa campaña de vacunación. Su casa era un consultorio y a veces, servía también como posta donde podían quedarse hasta su recuperación, los enfermos que venían desde lejanas chacras, donde la pobreza era la única que los acompañaba. Si el enfermo era muy pobre y carecía de dinero para pagar atenciones y medicina, de repente unos pollitos era el pago o tal vez una chirimoyas. A veces llegaba con un "abierto" (carnero degollado) en el anca del caballo. El altruismo era una norma de conducta y sin ser médico titulado, el juramento Hipocrático, lo hacía suyo: "estableceré un régimen de la manera que sea más provechosa para los enfermos, según mis facultades, evitando todo mal y toda injusticia. En cualquier casa donde entre, el objetivo será el bien de los enfermos". Sin embargo, tuvo errores, que duda cabe, como cualquier ser humano imperfecto. En un día cualquiera tomo unas copas de licor y por esas casualidades con que la vida nos sorprende, hubo un accidente sangriento. Llegaron a buscarlo, no pudo atender a un señor herido y quisieron inculparle su muerte. Lo lamentamos mucho, pero así sucedió. Pasados los años y habiendo cumplido con su servicio con la mayor voluntad, le llegó la muerte en 1981. El cariño con que mucha gente le recuerda, sobretodo la gente mayor, nos conmueve.
Víctor Loayza Mauricio, mi padre, nació en Juli. El señor Fructuoso Loayza Iturri, que se desempeña como Notario o Escribano Público en la provincia de Chucuito, en Puno, fue su padre. Nace del pacato romance que el señor mantenía con una de sus empleadas y que no le dejaba manifestarse abiertamente, ya que él tiene su propio hogar. El percance se guardó en secreto, hasta que la traicionera barriga se le notó ya crecidita. Ella renuncia al trabajo y da a luz Víctor Loayza Mauricio en su humilde casa de campo. El niño, en sus primeros años creció sin un padre que lo mime o abrigue, pero eso no le impidió ser feliz a su manera. Para evitarle complicaciones en su hogar al papá, abandonan la casa del pueblo y se dedican a pastorear las ovejas y alpacas, del mucho ganado que don Fructuoso criaba en lejanas estancias. En el campo tuvo una infancia feliz, corriendo y cuidando sus ovejitas. Las horas que pasaba al lado de su madre allá en las pampas gélidas de la meseta del Collao, le brindaron calor y el aliento para ser un hombre de bien. En las continuas visitas a la casa paterna, jamás reclamó a su padre, más allá de lo que podía recibir. Fue un buen estudiante en la escuelita del pueblo, lo que le valió para que don Fructuoso, mi abuelo, lo matriculara en el colegio Salesianos de Puno. Se interesó por las artes de la curación de enfermos desde pequeño, cuando atendía a sus alpaquitas heridas por algún accidente. Ya en el colegio participaba en actividades de socorro, sin descuidar sus estudios. Su padre, empezó a tenerle profundo cariño y fue su compañero en paseos que realizaban hasta las arenas blancas de la playa a orillas del Titicaca, al pie del cerro Sapacollo, que significa "cerro solitario". Se graduó con buenas calificaciones y entonces se dio cuenta que los límites que aprisionaban la ciudad de Puno, eran muy estrechos para sus inquietudes. En compañía de un tío que era Médico en el hospital de Ica, viaja hasta Lima. Empieza a trabajar en la Botica Inglesa, y alterna el trabajo con el estudio de Medicina. Al cabo de unos años, es invitado por su tío, el doctor Guillermo Iturri para visitar Ica. Se quedó con su tío y empezó a trabajar en el Hospital Obrero de Ica, como enfermero práctico. Destaca en su trabajo y es entonces en que el doctor Pedro Tello, Médico de la Posta de Palpa, lo solicita como ayudante, sabiendo de sus cualidades. Ya de Palpa a Laramate, es otra historia...
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GILDE JURADO FALCONÍ
Los últimos años de la década del cincuenta son muy prolíficos en mis recuerdos. En el cuarto o quinto de primaria se empieza a realizar actividades que van moldeando nuestra personalidad. Jóvenes mayores que nosotros desarrollan la altruista labor de sembrar cipreses que embellezcan la Plaza de nuestro pueblo, impulsados por el entusiasmo de un técnico agricultor. En la casa de mi tía Jesús Guillén Gallegos, funciona un club dirigido por un señor llamado Edgar Arestegui Mendoza, conocido como el Cipa. El lleva las riendas del CAJP (club agrícola juvenil peruano). Para sus desplazamientos en el campo monta un caballo negro de gran alzada y en las callejuelas una bicicleta. Este ligero vehículo era toda una novedad, nunca habíamos visto una. Con Edgar aprendimos a sesionar formalmente, levantando la mano para intervenir y viendo a un niño secretario que tomaba notas. Íbamos de excursión por cerros cercanos en busca de huesos de todo clase de animales para quemar y molerlos. Lo que resultaba de ese experimento, le damos mezclada con su comida a las aves que criamos: tiene mucho calcio, dice. Los resultados fueron excelentes, los huevos eran más grandes y había gallinas que ponían dos veces al día. Todos los padres estaban felices con lo que el señor nos enseñaba. Creo que todos, menos uno. Este señor Cipa estaba pensionado en lo que podría considerarse un pequeño restaurante, de propiedad de don Teófilo Jurado. Don Teófilo tenía un sobrenombre que mi padre nunca me dejó pronunciarlo. ¡Hay que respetar a los mayores!, me dijo un día que me escuchó nombrarlo. Debo hacer una salvedad: los apodos de las personas no los repito como tales, sino como simple hechos anécdoticos. El recuerdo de la familia Jurado-Falconí, está en mi memoria porque un compañero de salón en el colegio es uno de los hijos de don Teófilo y es muy buen amigo. El nombre de mi amigo es Favio, alguna lo busque en su casa para que me enseñe algún tema que no entendía. Son varios hermanos, todos ellos muy educados y respetuosos: Gilde, Nicolas, Blanca, Nery y Eulalia. Su casa está ubicada al costado del puesto de la Guardia Civil, allá por donde vivía "cocobolo". Es una casa de dos pisos con puertas que dan a dos calles. En una oportunidad, mientras almorzaba el Cipa, en la casa de ellos, alguien le dejó amarrada a la parrilla de su bicicleta, un "zorrillo muerto", lo que significó una broma de muy mal gusto. Con el transcurrir de los días se supo quien había sido. La envidia era la que lo hizo actuar de esa manera. El Cipa, se había ganado el cariño y respeto. Es en está casa, de don Teófilo, que veo por primera vez a Gilde, de quien deseo hablar en este mismo momento. Era un joven respetuoso y amable con los mayores y eso me causó una grata impresión para siempre. Visitaba las reuniones del CAJP, aportaba con algunos consejos y nos ayudaba a la realización de tareas. Respetaba mucho a mi padre, lo saludaba con cordialidad y una sempiterna agradable sonrisa. Hablar de Gilde Jurado F. es recordar a sus muchos amigos y ver como entre ellos se gastaban bromas que hacían estallar en sonoras risas a sus oyentes. Durante todo el tiempo que pude compartir su presencia, le he visto sonreír ante toda clase de sobrenombres que sus amigos le gastaban, los más jocosos desde mi punto de vista juvenil eran: "pavo real" y "brujo". Apreciados desde mi perspectiva creo que le gustaba que le dijeran eso, nunca se molestaba, al contrario, reía con gusto. Se pavoneaba de realizar mil oficios, pero no lo hacía por soberbia sino por bromista, y eso le daba buenos resultados, no se molestaba y las bromas cesaban. Su carácter amigable daba confianza. Lo conocí de fabricante de "cocteleras". Estos utensilios eran de aluminio, de forma circular con una tapa que tenía en el entro un orificio por donde pasaba un delgado fierro circular. Servía para hacer los famosos batidos de huevos. Eran una gran novedad y creo que todos en el pueblo le han comprado. Otro oficio que cultivaba era: panadero. Allá en el morro de Chancarailla tenía su horno, donde se labraba los panes, bizcochos y trompadas más ricos. Su panadero era su cuñado Santiago. En las fiestas patrias y patronales se vestía de payaso y sacaba su mesa para las tómbolas: se jugaba la "chica y la grande", "los naipes cambiados" y "esferas para incrustarlas en las botellas, con premio", "tiro al blanco", etc. Y otro oficio más, era fotógrafo. Su máquina de tres patas, era de aquellas con una manga negra en la que metía la mano y sacaba de allá dentro unas fotos totalmente negras, que al meterlas en un recipiente de agua se transformaban en nítidas fotos. Y otro trabajo muy reconocido era su restaurante, ubicado en la gran casa de la plaza, que antes pertenecía al profesor Nicolás Fernández. Este establecimiento, se transformaba en las noches en una sala de juegos para los adultos: allí se apostaba fuertes sumas, en dinero o en animales, los mismos que se dirimían jugando al "póker". Don Gilde, como respetuosamente siempre lo he tratado, me daba pensión, las veces en que mi madre viajaba hasta Ica para asistir a mi padre en la recuperación de una penosa enfermedad. Su esposa, doña Oriele, me preparaba unos deliciosos platos que cuando mi madre regresaba, yo quería seguir en pensión. Preparaba unos "lomo saltado" que nunca más he vuelto a probar. Pero aparte de todos esos trabajos. tenía uno de mayor trascendencia: criar y velar por la buena educación de sus hijos.
La labor que cumplieron estos padres, me recuerda una bonita ilustración: "Para tener éxito en la jardinería no es, el solo hecho de esparcir las semillas en el suelo y entonces esperar varios meses para ver la floración. Implica mucho más trabajo preparar el suelo, sembrar las semillas, regar y nutrir las plantas hasta que alcancen la madurez". Eso es lo que hicieron, Gilde y Oriele con sus hijos, educarlos en la regulación mental de ser buenos ciudadanos. No solamente los trajeron al mundo y esperaron que cada uno se vaya haciendo responsable por su cuenta, no, los guiaron con amor y si alguno tropezaba y caía, le ayudaron a levantarse de cuantas caídas tuvieran. Hay un versículo en Proverbios 22: 6 que dice: "entrena al muchacho conforme al camino para él; aun cuando se haga viejo no se desviará de él". Los resultados no se miden por bienes acumulados, sino por los valores morales puestos en práctica. Como amigo de la familia, podemos testimoniar lo difícil que se les presentaron algunas situaciones, pero no se dejaron vencer. Así como Gilde emprendía trabajos forzosos con una sonrisa, los hijos nunca se dejaron vencer por más fuertes que fueran las tormentas. En mi pueblo, nuestro pueblo, hay muchos ejemplos de padres valientes que no dejaron que sus hijos cayeran vencidos.
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Señora Alida Ríos Garayar, esposa del señor Héctor Chavez Bendezú, un matrimonio que gozó de la estima general. |
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