MAESTROS Y ALUMNOS DE ESCUELA EN LARAMATE
Fue un despertar distinto aquella fría mañana. La luz se fue haciendo más intensa a medida que se levantaba el techo de las nubes. Ya las lluvias de marzo habían menguado y el sol de abril, asomaba sus dorados rayos. De tanto ver pasar por la calle a niños con dirección a la escuela, yo también quise ir. De la mano de mi padre me presenté en la escuela cargando en la espalda mis seis años, hambriento de juegos. Tenía en la mano derecha un bloc y en la cabeza mi gorrito de aviador. Un lápiz recién tajado está amarrado a uno de los botones de la camisa. A la entrada me recibe un señor muy elegante, vestido de terno azul. Él me conduce a lo que sería mi primera aula y en ella me entrega a las manos de un nuevo maestro, que me acaricia sonriendo. Ya con el transcurso del tiempo me aprendo de memoria el nombre de aquel señor que me dio la bienvenida a lo que sería mi segundo hogar: Froilán de la Torre, director y del que es mi primer maestro: Andrés Zorrilla. Doy una mirada a la amplia habitación, las paredes son blancas, en ellas hay unos cuadros de papel con dibujos de perros, gatos y conejos y en la pared, frente a nuestra sillas hay una pizarra negra. Con el paso de los días, ya actuamos con confianza. Aprendemos a hacer garabatos en nuestro bloc, que se supone son los animales de los cuadros. El maestro tiene mucha paciencia para enseñarnos, nos guía la mano para aprender a dibujar las primeras letras y sonríe dándonos confianza. "Maestro, tus manos suaves son benditas, riegan paz y ventura infinita". Para enseñarnos, traza en la pizarra, unos dibujos llenos de ternura, la letra "a" se convierte en un viejito con bastón y sombrero, la "b" se transforma en una señora embarazada con paraguas; y así cada enseñanza inspira, entretiene y acabas aprendiendo. Para finales de octubre ya sabemos escribir nuestro nombre y para fin de año ya escribimos corrido. Los a, e, i, o, u, lo fuimos repitiendo miles de veces, pero jamás vimos aburrimiento en su dulce rostro. Aquí, toma certeza aquella famosa frase: "La repetición es la madre de la retención". Terminamos Transición.
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Dos grandes Maestros, los hermanos Manuel y Andrés Zorrilla Altamirano. Uno trabajó en Llauta y el otro en Laramate. Amantes de las diversas formas del arte y la cultura. |
Para el primer año, nuestro maestro es Manuel Céspedes. El aula de estudio es distinta. Las carpetas son bipersonales y es así que aprendemos a tener amistad con mi compañero que comparte asiento: Nolasco Gutierrez. Tenemos varios cuadernos y seguimos gozando de la ternura de nuestro guía. Maestro es aquel que da consejos cuando alguien lo necesita y sentimos que ha sido enviado para salvar al ser humano de la ignorancia. Con él aprendimos a salir de paseo por los campos cercanos y conocer los nombres de las plantas y animales de nuestro entorno. Nos pide que escuchemos el lenguaje de los animales, para repetirlos en el salón, cuando él nos haga las preguntas. A estos maestros no solo los recordamos porque nos enseñaron las primeras letras, sino por lo que significaron en nuestra vida: eran nuestros amorosos segundos padres. No fuimos tratados con manos de seda, nos aplicaron drásticas disciplinas cuando era necesario aplicarlas. Ser un buen modelo es el mejor modo de ayudar. Mostrar consideración por todas las personas, que de una u otra manera nos ayudaron, debe ser el norte que perseguimos como seres humanos agradecidos. Hay un pasado que se fue para siempre, pero hay un futuro que todavía es nuestro, nos pertenece. Hemos "gustado" de un buen correazo o una buena palmeta en las manos. Pero también hubo momentos de sano esparcimiento, como aquellas horas de entonar canciones en la formación de las mañanas. Los profesores se sitúan al lado de sus pupilos y vigilan que cada uno entone con pasión las estrofas del canto. Otros momentos agradables son aquellos de ensayos para dar poesías en cada actuación de las fechas significativas. La educación es la preparación para la vida, es la vida misma. Con el maestro Manuel aprendemos a leer , a sumar y a multiplicar cifras simples. Como en el aula hay niños que vienen desde la chacra y el trayecto por caminar es lejos, los ayuda a hacer las tareas, porque comprende que sus padres no lo pueden hacer, pues muchos son analfabetos. La edad de nuestros compañeros es variada: hay niños hasta de doce o trece años.
En el segundo año nuestra maestra es Angélica Guillén Gallegos. Cada día antes de entrar al salón, hay una formación general. Si es lunes, se canta el himno nacional y recibimos las palabras de aliento del Director Froilan de la Torre. Nos anima a ser obedientes con los padres, a cumplir con nuestras tareas y tener respeto a los maestros. Debemos asistir con la ropa limpia, no importa que sea parchadita, pues muchos alumnos viven en la chacra y son muy pobres. En el aula ya tenemos a los amigos preferidos, Edgar de la Torre, Augusto Céspedes, Germán Oré, Nolasco Gutierrez, Jesús Guillén, José Hualpa. Una anécdota de este año me sucedió en los exámenes finales. Vale recordar que para ese tiempo había un jurado examinador, compuesto por la maestra, el director y el papá del alumno. Para dar mi examen me tocó la primera hora de la tarde y yo era el primero de la lista. No llegaba el director, ni mi padre y la maestra, que recién venía de almorzar, estaba con sueño. Llamó mi nombre, me presenté nervioso. Mi maestra, semidormida me pregunta: ¿qué es lo que más sabes? Yo respondí: don José de San Martín. Me dice, empieza. En cuanto comencé, se durmió y yo seguía: "don José de San Martín, nació en Yapeyú, etc, etc. Cuando terminé mi perorata, la desperté y le dije: señorita ya terminé, siéntate, me dijo. Ese quince de nota que me puso, fue la más alta que obtuve en toda primaria. En cuanto terminé mi examen llegaron los padres y el director..¡Me salvé!
Los vientos helados de junio nos congela hasta los huesos. El polvo que se levanta se mete en nuestros ojos, pero eso no impide que vayamos contentos a la escuela. Durante la noche, los hoyos pequeños de agua se congelan y nos sirven de entretenimiento, durante todo el trayecto vamos rompiendo la dura capa de hielo y chapaleamos en el charco. Como estamos en tercero ya nos sentimos más grandes. Ahora no solo es bloc, lo que llevamos. Para cada curso es un cuaderno y estos deben estar bien forrados con cartulina azul. Es inevitable sentir un poco de pena cuando alguno de nuestros compañeros forran sus cuadernos con papel de bolsa de azúcar o con periódico. Hay una veintena de escolares que viven diseminados en las aldeas de los alrededores y ellos se contentan con lo poco que consiguen. Nuestro nuevo maestro, José Delgado es comprensivo y se compadece de los que habían sido alcanzados por la pobreza. Nos cuenta que en su pueblo de Cajamarca, también existe mucho sufrimiento. Además de maestro de aula, es experto en hacer almacigos de zanahoria, col, coliflor y salimos al campo con él. Nos gusta ir a Palca, donde nos ha enseñado a sembrar, abonar y fumigar. El día que nos toca ir para allá , es fiesta para todos. Nos toma toda la tarde. Para ese año, recibí algunos castigos. Resulta que mis padres tuvieron que viajar a Ica por alguna emergencia y lógicamente yo los extrañaba. En las tardes, en lugar de ir a la escuela, me iba a Cuculipata a divisar el camino que viene de Llauta, para ver si ya estaban regresando. Me pasaba llorando toda la tarde, los extrañaba. Si por ahí se asomaba un viajero que llega, le pregunto si no los ha visto a mis padres. No lo veían. Al siguiente día, llegaba a la escuela sin tarea, me hacía merecedor a una reprimenda...
Los relatos orales alimentan la imaginación popular, pero la narración escrita es la que da fe físicamente de tales acontecimientos. En la imaginación, incluso aquellos momentos aciagos, se vuelven hermosos. La etapa escolar es inolvidable; hasta lo malo, lo recordamos con alegría. El que se olvida de los bienes gozados en el pasado está dejando de vivir. Recordar lo vivido te da nuevos bríos, te rejuvenece y te alegra. Cuando envejecemos, la belleza se convierte en una cualidad interior. En los meses de junio, julio y agosto, me acuerdo lo difícil que se nos hacía levantarnos de la abrigadora cama. Es tiempo de crudo invierno. El agua de la "botija" de barro que nos servía de almacén estaba helada. Las manos las teníamos rajadas y los labios llenos de costra como consecuencia de sacar el hielo de aquellos pequeños pozos que se formaban en las gélidas madrugadas, para masticarlos. La leche caliente preparada por nuestra madre era el elixir que nos devolvía los ánimos. Llegar a la escuela y participar en la formación escuchando las recomendaciones del Director Froilán, no era muy grato, tiritamos de frío. Pero, los primeros rayos de sol calentando la fría mañana nos cambiaban el humor. Luego, cuando el viento amainaba convirtiéndose en una tenue brisa, el sol reinaría de nuevo y abrazaría los campos, daríamos gracias a un Dios que ni siquiera conocíamos. Ya en el salón, escuchar a nuestro profesor, quién con sus cálidas palabras nos animaba, hacía olvidar los malos momentos. Salir al recreo y correr tras una pelota nos hacía felices. Se armaban dos equipos de fútbol y en una esquina del estadio nos agarramos a duelos inolvidables. Los acuerdos eran por mayoría. Si había que jugar sin zapatos, lo hacíamos aunque por patear la pelota muchas veces, lo hacíamos, a las piedras; y así sangrando seguimos jugando: ¡ya habría tiempo para frotarse luego!.Por increíble que hoy parezca, un poco de tierra en la sangrante herida, te cura. El encuentro deportivo no era gratuito, había apuestas. Jugábamos a hojas, ¿qué significa eso? Explico: para empezar el año, nuestros padres compran cuadernos de cien hojas. Si apostamos a hojas, es por las del medio, de tal manera que para cada partido arrancamos la hoja del medio. Ese cuaderno de cien hojas, terminaba más flaco que uno de veinte hojas. Si el estadio estaba muy ocupado, nos íbamos a la pampita, esa canchita que está en la parte baja del estadio. Había momentos en que la mayoría de jugadores no tenía zapato, entonces se acordaba jugar "chaqui a chaqui". Casi todos terminamos con los pies sangrando, pero felices con las hojas ganadas...
Los relatos orales alimentan la imaginación popular, pero la narración escrita es la que da fe físicamente de tales acontecimientos. En la imaginación, incluso aquellos momentos aciagos, se vuelven hermosos. La etapa escolar es inolvidable; hasta lo malo, lo recordamos con alegría. El que se olvida de los bienes gozados en el pasado está dejando de vivir. Recordar lo vivido te da nuevos bríos, te rejuvenece y te alegra. Cuando envejecemos, la belleza se convierte en una cualidad interior. En los meses de junio, julio y agosto, me acuerdo lo difícil que se nos hacía levantarnos de la abrigadora cama. Es tiempo de crudo invierno. El agua de la "botija" de barro que nos servía de almacén estaba helada. Las manos las teníamos rajadas y los labios llenos de costra como consecuencia de sacar el hielo de aquellos pequeños pozos que se formaban en las gélidas madrugadas, para masticarlos. La leche caliente preparada por nuestra madre era el elixir que nos devolvía los ánimos. Llegar a la escuela y participar en la formación escuchando las recomendaciones del Director Froilán, no era muy grato, tiritamos de frío. Pero, los primeros rayos de sol calentando la fría mañana nos cambiaban el humor. Luego, cuando el viento amainaba convirtiéndose en una tenue brisa, el sol reinaría de nuevo y abrazaría los campos, daríamos gracias a un Dios que ni siquiera conocíamos. Ya en el salón, escuchar a nuestro profesor, quién con sus cálidas palabras nos animaba, hacía olvidar los malos momentos. Salir al recreo y correr tras una pelota nos hacía felices. Se armaban dos equipos de fútbol y en una esquina del estadio nos agarramos a duelos inolvidables. Los acuerdos eran por mayoría. Si había que jugar sin zapatos, lo hacíamos aunque por patear la pelota muchas veces, lo hacíamos, a las piedras; y así sangrando seguimos jugando: ¡ya habría tiempo para frotarse luego!.Por increíble que hoy parezca, un poco de tierra en la sangrante herida, te cura. El encuentro deportivo no era gratuito, había apuestas. Jugábamos a hojas, ¿qué significa eso? Explico: para empezar el año, nuestros padres compran cuadernos de cien hojas. Si apostamos a hojas, es por las del medio, de tal manera que para cada partido arrancamos la hoja del medio. Ese cuaderno de cien hojas, terminaba más flaco que uno de veinte hojas. Si el estadio estaba muy ocupado, nos íbamos a la pampita, esa canchita que está en la parte baja del estadio. Había momentos en que la mayoría de jugadores no tenía zapato, entonces se acordaba jugar "chaqui a chaqui". Casi todos terminamos con los pies sangrando, pero felices con las hojas ganadas...
Don Nicolas Fernandez, es tal vez el maestro más recordado, por sus magistrales horas de enseñanza. Muy respetado y admirado. Un preclaro hombre de prístina inteligencia y buen trato. Padres y alumnos le dispensan muchas consideraciones. Alegre cuando tenía que serlo y serio en sus ocupaciones. Buen actor en la veladas- teatros populares esporádicos-y bohemio impenitente, con un estilo de vida alternativo que privilegia el arte y la cultura. Casado con la excelente maestra de la escuela de mujeres, Gregoria Enriquez y padre de varios hijos. Permítame contarle una anécdota que le sucedió a nuestro maestro: todos los alumnos atentos escuchan una clase de geografía y el maestro explica en un mapa acerca de los países de centro américa. El mapa a colores cuelga de un clavo de sobre la pizarra. Don Nico, señala con su puntero: Nicaragua, Costa Rica, Panamá; justo allí se escucha una voz fingida que dice, ¡la burra tu mamá!. El maestro voltea muy molesto y pregunta ¿quién fue?. Nadie responde. Esa tarde se quedaron todos castigados en compañía de "una calavera", que se guardaba en la dirección. Para esos tiempos, esa era la mayor disciplina. Al culpable, lo "apanaron" todos. Era Alfredo, hijo del mismo maestro. Este noble señor fue mi maestro en el cuarto de primaria, pero solo durante unos meses. De todos mis maestros aprendí algo que amplió mis ideas o enterneció mi corazón y todo eso eso me dio una memoria personal que me ofrece una visión íntima de un período extraordinario de mi vida.
Lo reemplazó nuestro querido maestro Manuel Céspedes y en él descubrimos a una persona muy tierna. El primer día nos sentimos intimidados por su tamaño y estructura física. Es alto y distinguido. Sus ojos celestes brillan con el fuego del espíritu indomable: antes fue policía. Gustamos de amenas clases, se arma de paciencia. Es compasivo y solidario: hay niños que vienen a la escuela desde muy lejos, han caminado hasta tres o cuatro kilómetros, llegan exhaustos. He visto llevarlos a su casa a desayunar y eso jamás lo hacía tocando trompetas para que lo vieran, no, lo hacía de manera muy discreta. A esos alumnos, a la hora de salida los guiaba para que resuelvan sus tareas; se quedaba, media hora más. Muchos, al salir de la escuela, llegan de regreso a su aldea, ya en la noche; y encima tienen que realizar sus faenas domésticas: juntar las vacas en su corral o ir por leña, no pueden hacer sus tareas escolares, tiene padres que no saben leer. Claro, no era perfecto, cometía buena ración de acciones coléricas, a veces estallaba. Es comprensible, es un ser humano.
La plana de maestros de la escuela, organizan bien el tiempo y saben distribuirlo de una manera correcta. Quién dirige con buen juicio los asuntos y ayuda a racionalizar las diversas faenas es el director Froilan de la Torre. Desde aquel lejano día que llegué a la escuela lo vi como un papá serio. Y la calvicie que tiene contribuye a darle ese aspecto. Siempre está sentado en un bonito sillón de madera, allá en la dirección. Cada cierto tiempo sale a supervisar como va el desarrollo de la clases y va visitando salón por salón. Viste siempre de terno oscuro. Los días lunes de cada semana, en la formación dirige los cantos que para toda fecha festiva existe. Tiene una varita corta y fina, la batuta, que utiliza cual director de orquesta y moviendo sus manos nos marca el compás. Al final de las canciones, llegan sus instrucciones. Sus discursos exhalan sabiduría y su inteligencia es penetrante como una espada. Hay momentos en que nos preparan en las bondades de la declamación de poesías alusivas para la ocasión: día de la madre, día del indio, fiestas patrias o primavera. También forma parte del currículo escolar, los ensayos de la marcha para fiestas patrias, lo cual era todo un agradable acontecimiento: se realizan en la explanada del estadio y marchamos al lado de las alumnas de la escuela de mujeres. Estos eran momentos propicios para mirarlas de cerca y tal vez arrancarle alguna sonrisa. Y cuando esto sucedía, con el rostro colorado volteamos para esconder nuestra satisfacción. Casi siempre me tocaba marchar al lado de una niña preciosa, Nora, lo cual era un total disfrute y un continuo perder el paso de la marcha por desconcentración. ¡Eran momentos de triunfo! Pero había algo que esperamos siempre con total expectativa: las excursiones escolares. Durante el año escolar se hacían dos paseos. Con los compañeros de salón viajamos a pie por el camino que conduce hasta Samana o Lamblama y en compañía de toda la plana de maestros y alumnos, vamos hasta Apataque.
Para mis maestros de secundaria, todo mi cariño y agradecimiento, citaré los nombres de solo algunos y a través de ellos, mis reconocimientos por siempre: Leónidas Muñoz, Luis Céspedes Barrenechea, Cila Espinoza, Liduvina Garayar, Antonio Taipe y para los auxiliares Jesús Mendoza y José Saez Jáuregui...
Para mis maestros de secundaria, todo mi cariño y agradecimiento, citaré los nombres de solo algunos y a través de ellos, mis reconocimientos por siempre: Leónidas Muñoz, Luis Céspedes Barrenechea, Cila Espinoza, Liduvina Garayar, Antonio Taipe y para los auxiliares Jesús Mendoza y José Saez Jáuregui...
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