EN NOMBRE DE LA MADRE



Tía "Conce", Eva Guillén y Justa Guillén.

En el nombre de estas tres damas laramatinas queremos recordar a las muchas madres que lucharon con denuedo para sacar adelante a sus familias.


Don Eudocio Guillén tiene una familia numerosa. Once hijos que nacen del amor que se tienen con su esposa Conce. Pero no solo de amor se vive, sino de todo sacrificio que ambos realizan. Cuatro y cincuenta de la mañana, Conce se despierta, pues siente las caricias del menor reclamando "chichi". Aun con los ojos cerrados atiende a su bebé, mientras que por los movimientos que realiza se despiertan en cadena los demás. Mientras que en muchos hogares el sueño todavía los cobija, en el hogar de Eudocio y Conce, ya están levantados: él, sin perder la sempiterna sonrisa en medio del rostro bonachón, está preparando los aparejos de las acémilas que le sirven de medio de transporte para acarrear el material que le servirá para la preparación de adobes y ella atendiendo a la numerosa prole: a uno de los chicos lo amamanta, al otro le va dando el biberón y a los demás los abriga en sus camas para que sigan durmiendo. El hijo mayor ayuda a regañadientes a su padre; se abriga con poncho y chalina y arrastrando los zapatos va a la chacra cercana a su hogar en busca de los animales. El segundo y el tercero se van despabilando y ayudan a la mamá. Van apilando trozos de madera o leña en el fogón y luego con un poco de kerosene prenden fuego para que el desayuno alivie los estómagos y les de fuerzas para soportar el sinfín de tareas que a cada uno les espera.

Tía Conce, es una mujer menuda pero con una energía de gigante. Termina de atender a su esposo y a los dos hijos mayores quienes se van con su padre a  ayudarle hasta la hora de la entrada a la escuela. Mientras en la cocina ella camina sigilosamente haciendo las tareas, procurando hacer la menos bulla posible para no despertar a los demás. A las ocho y media despierta a quienes tienen que ir a la escuela. Los lava uno por uno, los cambia y luego los peina. Les da su desayuno y emprende con su pequeño ejército el camino de la plaza del pueblo donde se ubica el centro de estudios. De regreso aprovecha y entra en la tienda de don Marino Morón y realiza algunas compras. A la casa llega sudando, quisiera sentarse un rato pero el llanto del menor le recuerda que todavía faltan algunos hijos por atender. Mientras amamanta esboza una sonrisa y se pregunta: ¿dónde quedaron los sueños de tener una vida familiar tranquila? Claro que ella nunca pensó en tener tan numerosa familia. Ahora con sus once hijos no tiene descanso pero es feliz, tiene un esposo que trabaja de sol a sol, y él tiene además, a pesar del cansancio, una sonrisa que no se acaba nunca. A pesar de la vida apacible, tiene siempre una preocupación cada que llega la noche. Ahora que el último de sus hijitos ya tiene cerca de año y  medio. Le preocupa la posibilidad de quedar embarazada nuevamente y tal vez completar la docena de hijos que al casarse su esposo en son de broma le dijo: ¡vamos a tener una docena de hijos! Le da miedo completar la premonición.

 El hijo mayor de Eudocio y Concepción se llama Jesús. Es el primer amigo que tuve. Los primos son los primeros amigos; él y Augusto Céspedes fueron también compañeros de salón de clases. El tío Eudocio hacía trabajos a pedido. Entregaba sus adobes y el pago, muchas veces demoraba un poco. Pero no había problemas pues todos se conocen en el pequeño pueblo. En este punto, permitame una anécdota: Cierto señor quedó debiendo a Eudocio y para cumplir con el pago se acercó a la casa, pero la circunstancia hizo que él no estuviera en ese momento, solo estaba Jesús. El deudor le encargó las monedas para que le diera a su padre en cuanto regrese del trabajo. Pero, el dinero en los bolsillos de Jesús era una tremenda tentación: recordó como sus compañeros de escuela tenían caramelos, bizcochos, chancaca y hasta sus "jebes" nuevos para cazar palomitas y él, solo miraba. El luchaba con todas sus fuerzas resistiendo la tentación. Hasta que no pudo más. De la cuenta dejada por el señor deudor, decidió pellizcar un poquito y se compró caramelos. Se le acabaron y empezó con los bizcochos.  Sus compañeros al darse cuenta de la fortuna de Jesús, se le acercaron y se hicieron los mejores amigos, y él invita que invita. Pero, todo tiene que salir a la luz. Por allí llegó a los oídos de la tía Conce, que Jesús tenía dinero y amigos en abundancia. Llegó la hora de arreglar cuentas: ¿dónde  está la plata? El no contestaba y la tía Conce fue en busca del "chamberín". Es en ese preciso instante que Jesús descubrió sus dotes de buen corredor. En semejante apuro, descubrió que    que el salto con vallas y la carrera de velocidad eran su "fuerte". No hubo muros que lo detuvieran; el corre que corre y la tía Conce detrás. No paró hasta Plazapampa. La gente al verlo correr no pensó que quién corría era Jesús, más bien pensó que era un "Venado" Si usted amigo lector no sabía el origen de su apodo, pues ahora ya lo sabe. Lo que vino después, en la noche, es otra historia, no tan risueña. Yo acompañaba a mi madre todas las noches para curar a Jesús. Nunca más agarró un centavo.       

   Otra historia empieza cuando Eva Guillén, deja atrás su niñez y se convierte en una bella señorita. Los jóvenes, sus contemporáneos del pueblo, bebían los vientos por ella y casi se podían contar como casos raros los que no hubieran intentado enamorarla. Era ella una joven de enormes ojos negros, cabello castaño que vuela al viento y cintura estrecha. No daba a nadie confianza, más allá de la amistad. Su mamá Jesús, andaba en apuros para cuidarla ante tantos moscardones revoloteando. Asistía a la escuela junto a sus hermanas Lidia, Justa y la pequeña Nelly. Si nos remontamos en el tiempo para  la narración, nos vamos a encontrar que en el pueblo, las alumnas del centro de estudios, no eran tan pequeñas, algunas ya eran señoritas de buen talle. Eva, termina los estudios y se queda en Laramate al lado de mamá, aprendiendo las artes femeninas que le permitan en el futuro ser una buena ama de casa. El pueblo, es un lugar tranquilo de pocos habitantes. Laramate era una comarca que crecía y progresaba con entusiasmo. Tres o cuatro calles eran las vías por donde transitaban los dueños de considerables vacadas. La vida trascurre en relativa paz, "las lluvias mojan los campos y dan lugar a una renovación de vida y la tierra misma produce su brote, y como el jardín mismo hace brotar las cosas que se siembran en el, así Dios hace brotar justicia". La lluvia da vida de todas las formas; para cocinar se junta en baldes el agua que cae del techo de tejas o calamina. Cuando no llueve se va en busca de agua hasta los puquiales de la orilla del río Aguacha. Eso es un acontecimiento lleno de bellos matices; las señoritas cantarinas y alegres van con el balde en mano y los muchachos enamoradizos tras ellas, corren pugnando por tener preferencias. Tres a cuatro viajes sirven para que la amistad se estreche con una alevosa sonrisa dibujada en el candor juvenil de sus rostros. En ese inocente bullicio del trajín cotidiano corren las horas. El tiempo sigue su imperturbable curso; al pueblo llegan foráneos para desempeñar labores de maestros, policías,  ganaderos o simples visitantes que se han enterado de la generosidad de los pastos que se desarrollan en la campiña y de la hermosura de las lugareñas. Para llamar la atención de ellas, cabalgan briosos caballos, o visten con elegancia o simplemente en la única cantina que existe con pick up, pagan al dueño para que ponga discos de carbón con música a todo volumen. Nuestra amada Eva, que por momentos se mostraba sin deseos de vínculos formales y coqueteaba con ligereza y sin mala intención; de pronto cambia su carácter y se le ve seria. Muchos temían que en el momento menos pensado, algún desconocido tarambana, podía lograr su amor. Ella deja de hablar con los chicos que antes la perseguían. Todos se sorprenden y empiezan a buscar una explicación para tal cambio de actitud. Hasta que un día la sorprenden en cruce de miradas y en citas furtivas con un guapo forastero, que había llegado al puesto de la Guardia Civil. El era un joven alto, de ojos  celestes y cabellos castaños enrizados. Le había llegado la hora de caer prisionera de un fuerte lazo amoroso. Con el transcurrir del tiempo, se casaron, para alegría y tranquilidad de mamá Jesús. De la unión amorosa nacieron cinco hijos. Para evitar su traslado a servir en otro pueblo, dejó de ser policía y se convirtió en un sabio maestro. En esta nueva labor, iluminó la mente de miles de discípulos, con su paciente enseñanza y comprensión. Quienes fuimos sus alumnos lo queremos y extrañamos. 


Tendría yo, unos once años. Ayudaba a mis padres en el cuidado de las vacas, como es común que hagan los niños en mi tranquilo pueblo. El trajín de mi tarea me había llevado a la Tenería. Sentado en la pirca de la cabecera de la chacra donde pastan los animales, apunto con mi honda a una paloma que está en lo alto de un arbusto. En eso pasa una señora por el camino que conduce de Palca a Laramate, y me llama la atención. Ella que carga en la espalda un atado muy pesado, se alivia de su bulto y camina a mi lado. Me pregunta por mi nombre y sonríe. ¿Porque quieres matar a esa palomita? Es un animalito de Dios, no te ha hecho nada, me dijo muy amablemente. A partir de ese día, como si fuera mi gran amiga, corría a saludarla, cada vez que la veía. A veces pasaba cerca del corral donde ordeñaba sus vacas, me llamaba para invitarme "espuma". Carmen  Cabezudo, es una dama alta, de amplia sonrisa, que camina con la parsimonia que le da una vida familiar tranquila. A veces la veo camino a Palca seguida de varios de sus hijos, caminando en fila. En ese lugar tiene sus querencias. Su esposo, don Melquiades es muy amigo de mi padre, los veo conversando en el malecón de la plaza, a la hora en que ya termina la jornada laboral. La casa de mis padres está en la parte baja de su corral, así que somos vecinos, lo que me da la oportunidad de hacerme amigo de sus hijos. De manera muy particular soy amigo de su hija Nora, que es mi contemporánea. En la casona señorial en la que viven, se respira paz y armonía. La familia Guevara es muy numerosa y es una de las más tradicionales. Poseen una hacienda muy importante, tanto en reses como en campos de cultivo. Hoy que somos mayores, alguna que fui a Laramate la he visto a doña Carmen y al saludarla me conmueve el cariño con que me trata. Gracias doña Carmen, me brindó usted la confianza de considerarme casi un familiar.
 
Laramate, que es un pueblo chico, nos da la oportunidad de ver a nuestra familia a cada paso. Aunque dicho sea de paso, casi todos estamos emparentados. Los pocas aventureros que llegaron a colonizar esta comarca fueron los que se disgregaron del total de viajeros que vinieron desde otras tierras. Los nativos que por naturaleza viven acompañados de la soledad experimentando la dura relación del hombre con la naturaleza, la afirmación del deseo de vivir a pesar de las frustraciones y desengaños, se ven de pronto invadidos por la ambición de los recién llegados. De la dispersión de españoles que llegaron a Perú, seguramente llegó a Laramate un rezago, cuyo motor era la utilización del espacio, sin importar que ya estuviera ocupado por los nativos, dueños originales del terruño. Se hicieron propietarios, ya sea por abusos o por algún trueque desigual. Los dueños originales pasan a ser peones, por la prepotencia de los invasores que expropian sin compensaciones. Crecen las zonas de cultivo, las porciones de tierras áridas son ganadas para sembríos. Los hijos de los amos, mayormente no contraen nupcias con las nativas; buscan afinidad entre los de su propia raza. Es así que las familias se fueron constituyendo con el casamiento de los hijos de su grupo, entrelazándose los apellidos . Pasarían años para que el mestizaje adorne sus suelos con una nueva raza. El circulo en que se desenvolvían era muy estrecho: el trabajo absorbía todo su tiempo, de tal manera que las relaciones de amistad con pueblos vecinos fue escaso. Es por tal motivo, que en nuestra localidad casi todos somos familia, por un ramaje o por el otro.  

Entre los forasteros que llegan al pueblo, también lo hace un joven llamado Víctor, que viene desde un lejano pueblo del sur oriente de nuestro país: Juli-Puno. Para entonces, las personas que enferman tienen que trasladarse hasta la zona de la costa para ser atendidos. De tal manera que Víctor llega con el encargo de asistir a los enfermos de este y otros pueblos vecinos. Con el correr de los meses se casa con una dama del lugar de nombre Justa. Para el recién formado hogar alquilan una casa en Bellavista, cerca de la acequia que cruza el camino a Samana. Los hijos que traen felicidad a este hogar, van llegando. De esa familia, soy parte; el segundo hijo. Mi madre tenía por costumbre visitar a su tía, familiarmente conocida como Jesús "Grande", que tenía su casa en el trayecto para llegar a la nuestra. De las muchas visitas que le hacíamos, muy pronto aprendí a quererla, por la ternura con que trataba a mi madre. Su casa era muy amplia, lo que me permitía jugar a mis anchas; tenía dos puertas de ingreso, una que daba a la calle en la que vivía la familia de Maximiliano Chávez y la otra salía por la casa de Moisés Galimidi; así que me regodeaba corriendo en círculo: entraba por una, salía por la otra y no me cansaba de correr. En esa casa conocí a su hija Nelly Jurado, mi tía querida. Era una señorita muy linda y cariñosa. No se porque extraña circunstancia, se convirtió en una de las tías más queridas que tengo. Su trato, herencia de su madre, fue tierno para con nuestra familia. De adulta, casada con mi maestro Andrés Zorrilla, también ejercía de maestra. La recuerdo en los trajines propios de su ocupación, viajando a Chupancancha, a una escuela que carecía de toda comodidad; probablemente la casita humilde en la que se quedaba a descansar, tampoco tenía siquiera una cama, de tal manera que quizas durmió sobre mullidos cueros de carnero; razón por la cual, sus alumnos la quieren y la recuerdan hasta hoy, con gratitud. Cuando la trasladan a otro plantel más lejano, se ausentaba por mucho tiempo. Recuerdo siempre ese rostro lleno de sonrisa, que camina por la calle Libertad rumbo a Pampahuasi, llevando a sus hijos de la mano. Son imágenes que nunca se olvidan, tía querida.
   
Hay algo que deseo escribir porque necesito hacerlo con la urgencia que me dicta el amor que le tengo a una tía, a la que muy poco conocí: Lidia Guillén Gallegos, madre de Renán y Alfredo Rivero Guillén. Mis recuerdos están envueltos en la bruma de los tiempos, sin embargo la historia que quiero construir no se hace cargo de todas las particularidades; sino de algunas generalidades. Se me ocurre pensar que la vi, con sus cabellos castaños y sonrisa de bellísimos dientes, en la casa ubicada en el pasaje que une la plaza con el estadio. Así como algunas señoritas de mi pueblo se casaron con jóvenes foráneos que llegaron por trabajo, ella también quedó prendada por la varonil presencia de un joven policía y formaron un hogar feliz del cual nacieron dos hijos. La feliz coincidencia que tres hermanas: Justa, Eva y Lidia, se hayan casado de esa manera, era motivo de risas; cada vez que se encontraban. Por mi parte,  cuántas veces acudí de la mano de mi madre, para visitarla, entonces la abrazaba con cariño. Ellas, como hermanas de padre, se guardan mucho cariño. Sus niños, educados en base al amor y dedicación de sus padres, fortifican su inteligencia con el estudio y el buen ejemplo. Pero cierto día, la felicidad huyó del hogar de mi tía; contrajo una enfermedad grave que la condujo hasta la muerte. Así como cuando una mano se acerca para coger una flor, la rama tiembla y parece que huye; el cuerpo humano tiene algo de ese temblor cuando le llega el instante en que los dedos misteriosos de la muerte, se acerca hasta tocarlo. Los sucesos imprevistos que les acaece a todos, dejó en la orfandad a sus hijos cuando estos estaban entrando a la adolescencia. Fue un acontecimiento que conmovió a toda la población, y que los movilizó hasta su último aposento. Dedicaron los días que corresponde para el duelo y entonces los hermanos, se enfrentaron con entereza y dignidad a los accidentes que la fatalidad ofrece. Se fueron a vivir con sus tíos Manuel Céspedes y Eva Guillén. En su nuevo hogar no hay tiempo para lamentos, se trata de llevar una vida normal y las heridas superficiales, más no las hondas, se van cerrando. Dejando de lado su adolescencia, se hicieron adultos; las circunstancias así lo exigían. Conocieron las bondades del trabajo honrado siempre guiados por los tíos.
   

Nelly Jurado Gallegos, a lo largo de su vida, ha desarrollado distintos papeles. Esposa, Maestra, Madre, y todos los ha cumplido de manera superlativa. Pertenece al robusto árbol genealógico, del que también nacimos nosotros. Es tan Jurado como mi madre. Su señor padre Jesús, fue un familiar muy cercano con la madre de mi mamá. Hoy por forma parte del valioso patrimonio que nos queda. Aquí al lado de sus hijos: Gustavo, Miltón y Juan José
 
Doña Carmen Cabezudo, esposa.del señor Melquiades Guevara Gallegos. Si deseamos hablar de amistad y buen trato, entonces, reconozcamos en ella, esas cualidades que la adornan. Madre buena y sacrificada. En la presente, al lado de su nieta Paola. La labor de mamá nunca termina, felicidades... 
Madres que por su sacrificio y abnegación siempre serán recordadas. Son hermanas por parte de madre. Nuestra querida tía, siempre estuvo allí, al alcance de la mano de mi madre para apoyarla. El día de hoy, ambas descansan en el sueño de la muerte. María Guevara  y su hermana Justa Guillén.

Cuando uno es niño, no tiene mayormente espacio para admirar a otras personas que no sean papá o mamá. Sin embargo, hay alguien que caló fuerte en mi animo, aunque no supe con certeza, el porqué. Entre penumbras recuerdo que por entonces, se sucedían los años de persecución y violencia a muchos hombres, que tenían que salir de sus hogares a escondidas y caminar protegidos por las sombras de la noche, hasta tomar las medidas necesarias que lo tengan a buen recaudo. Era muy  pequeño para comprender que por razones de filiación política perseguían a las personas. Muchos hombres que pertenecían al partido político aprista, estaban en peligro de perder su vida por la atroz persecución de la que eran objeto, por considerarlos subversivos. Dionisio, se vio en la necesidad de abandonar su hogar, dejando a mi querida tía María Guevara Jurado con sus pequeños hijos. quienes quedaban a merced de que la inclemente pobreza, mate de hambre a los niños. De lo que fue un hogar feliz, en solo una noche se trastocó las condiciones favorables. Dionisio, salió sin rumbo y probablemente vivió por muchos años a salto de mata, aprovechando las ocasiones que le depara la casualidad. En todo proceso revolucionario, la mujer trabajadora ha intervenido en acontecimientos heroicos, protagonizando hechos que destacan su amor; ella enfrentó valerosamente la vida. Mi tía María, en su pueblo natal tuvo que desempeñar diversas labores para, con dignidad, ganar el pan para sus hijos. Cuando la situación se ponía más álgida, tomó la determinación de dejar momentáneamente a sus niños y viajó a Ica. Trabajó en este nuevo lugar con las fuerzas que le otorga la adversidad y dejando muchas veces su propio estómago vacío, prefería juntar dinero para asegurar una casa que le permita traer a sus hijos, a su lado. Es una historia donde la valentía se entremezcla con el fino humor y la ternura no deja de tener su cuota de acidez, en esa mujer coraje. Hablaré en primera persona para rendirle un sentido recuerdo a mi querida tía María. Hoy descansa en el sueño de la muerte, pero siento que estoy a su lado. Es así de viva, la añoranza. Tendría unos diez años, cuando llegué a Ica  de la mano de mi madre. Veníamos de Laramate exclusivamente a visitarla. Vivía en la Unidad Vecinal y ese territorio era lo más hermoso que veía en mi corta vida. Nos mimaba, mientras peina los cabellos rebeldes. Paseamos por distintos lugares, entre ellos, Huacachina. Para ir a esa laguna subimos a un ómnibus rojo parecido a un gran cajón con llantas y motor. Durante el trayecto nos extasiamos con las inmensas chacras de algodón, viñedos de los que colgaban tremendos racimos de uva y gigantescos árboles que bordeaban el camino. Al ver la Laguna, como comprenderán, me sorprendí, nunca he visto en mi pueblo un pozo tan grande: quedé con los ojos abiertos de la impresión. María Guevara de Cucho, sonríe amorosamente jalando mis orejas con ternura. Madre de varios hijos, ha bregado duramente para sacarlos adelante. Hoy, ellos y quienes la conocimos nos sentimos orgullosos de pertenecer a su familia. 














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