LARAMATE, romanticismo vivificante....
Es mi pueblo un cúmulo pequeño de casas de tejas y calaminas, que se alinean en calles angostas, pero al mismo tiempo es un mundo amplio, de límites que están más allá del horizonte donde filudos cerros cortan el azul del cielo, uniéndose en un connubio eterno. De ese lugar remoto, todo lo amo y todo lo recuerdo porque todo es bello y memorable. La primera infancia me permitió gozar del abrigo de una casa en el barrio Bellavista, donde corría tras las gallinas en amplio patio cerca de la acequia. Cuando crecí un poco supe que la casa era de Dionisio Sarmiento, que alquilaba a mis padres. Tenía un balcón de madera desde el cual miramos el pequeño pueblo y el cansino paso de los vaqueros que arrean sus vacadas. Para ir conociendo el territorio en que vivimos, con mi madre bajamos la pendiente hasta el río grande para chapalear con los pies descalzos en los pozos de agua termal. Las enormes piedras servían de tendederos que se vestían de colores con la ropa tendida por las muchas señoras que lavan sentadas con los pies metidos en el pozo de agua caliente, entretanto se exponen al sol brillante de la tarde. Es hermoso ver la armonía de sus movimientos mientras van solidarizando esfuerzos con ayuda mutua. La inquietud infantil nos lleva a treparnos a lo alto de una piedra para contemplar el paso lento de las vacas y becerros que vadean el río, sin temor. Quién arrea el ganado es un niño montado en un manso burro.
Mi mundo era pleno de romanticismo vivificante, donde el Todopoderoso nos mece en el seno de una eterna alegría. En la infancia y parte de mi juventud, he trajinado con mucho afán hurgando en los encantos aldeanos, volando en la alfombra mágica de mis fantasías, escuchando las dulces melodías de las sirenas allá en los profundos pozos de Chacapata, donde distraídos transeúntes nocturnos quedaban encandilados con la belleza de estos seres de fantasía y con el melodioso canto que brota de sus gargantas. Cada recuerdo añade nuevos placeres y hacen que nuestra alma rebalse como una fuente de inefable dicha. De la casa de Dionisio pasamos a vivir en otra que se encuentra a unos cien metros de la anterior; al frente de la chacra de doña Gudelia. Le llamaban la casa de Sulla, al parecer por ser ese el apellido del señor que nos alquilaba. En este lugar, las pircas de dos chacras vecinas forman un estrecho callejón donde existe una tranquera, la misma que al permanecer cerrada impide el libre tránsito de los animales al potrero de la comunidad. Desde un pequeño terraplén de nuestra vivienda vemos como solo ingresan al potrero las vacas, toros y carneros, que llevan pintado en los lomos un color determinado que indica que ya está autorizado. Cada día, hay un portero que impide o autoriza el pase al extenso pastizal que brotó y creció durante los casi cuatro meses de lluvia continua. El maravilloso instinto con que los animales fueron dotados, los hace corcovear de alegría, pues saben de la abundancia y de la libertad de movimientos que tendrán en dicho territorio. De esta casa recuerdo algo que me ocasionó mucho sufrimiento, hasta el punto de llorar inconsolable. Me habían regalado una vizcachita bebé y ésta muy pronto se convirtió en el objeto de mis atenciones y tiernos juegos. Dormía en mi cama como una fiel mascota, pero un día ya dormido no reparé en que resbaló de la cama; entonces la recogió el joven Crisóstomo que ayudaba en la casa, quien la arropó en su cama sin pensar que al dormirse profundamente la machucaría. Murió aplastada.
De aquella casa pasamos a vivir en una más amplia que mis padres construyeron. De las escasas chozas con techos de paja finamente tejidas que había en la comarca, ahora se ve que van aumentando las de adobe con techos de calamina. El barrio de Chancaraylla está escasamente habitado, solo la de mi tío Sergio y la nuestra existen a lo largo del camino a Plazapampa. El pequeño territorio en que pasé mi infancia y parte de mi juventud, sin embargo resultó muy estrecho para mis inquietas expediciones. Muchos de los lugares que adornan a esta hermosa tierra los he contemplado desde la colina de mis limitadas incursiones; pero este hermoso valle serrano que se vela en torno mío con encaje de vapores, cuando el sol del medio día centellea, me atrajo siempre con un encanto inconcebible. Mi primera juventud transcurrió tranquila y serena como el arrullo de una paloma. Nuestra familia también ha crecido. En Bellavista eramos dos hermanos: Raúl a quién la gente apodaba "di Puno" y yo, a quien llamaban: "di laramatino". En la casa nueva a la que nos mudamos los miembros de la casa también aumentó con dos hermanas menores y la felicidad sonríe abiertamente a mi familia. Mi padre, que por asuntos de trabajo viaja con frecuencia nos deja al amoroso cuidado de mamá. Con ella caminamos hasta Huayrana a visitar a la tía Nicolasa para llenar nuestros pulmones con los aromas del toronjil, orégano o hierbabuena que planta en su hermosa huerta. Jugamos con Andrés, Iris y Asunta a las carreteras y carritos; juego que nos permite viajar en ensoñaciones hasta lejanos pueblos de planetas desconocidos. Termina nuestro juego cuando los cielos empiezan a oscurecerse tapados con las oscuras nubes que amenazan con mojarnos en el camino de regreso. Nos despedimos de la querida tía Nicolasa, que aprovecha para llenar la lliclla con choclos de blanca y perfecta dentadura. Apuramos el paso y el deleite por lo que vemos llena de contento nuestra alma. Ojalá pudiera encontrar palabras que reproduzcan la ternura que ocasiona ver la pujanza de los labriegos que animan con fuertes gritos a la poderosa yunta que rompe la tierra con la ayuda de las rejas de acero del arado. Después del estruendoso sonido que viene de lo alto y del chisporroteo asombroso del chocar de nubes que originan los relámpagos, se desata una torrencial lluvia. Cruzamos apurados el río Aguacha; conocemos lo traicionero que es, porque ya vimos en alguna oportunidad, como sus turbias aguas han arrasado con todo a su paso, llevando incluso a animales distraídos, con su potente caudal.
Fui conociéndolo todo a través de los ojos y de la cotidiana contingencia laboral de mi padre, quién montado en su caballo gamo me llevaba en la grupa del noble animal. Paseamos un día por los maizales de Huaquirata y descubrimos la armoniosa convivencia de gallinas y perdices que juntas picotean el grano que doña Margarita Sarmiento avienta a sus polluelos. Allí mismo vimos algo hermoso e inexplicable, y es lo que descubrimos entre la maleza, un canal de agua cristalina que sale del cerro seco; no hay en los contornos ninguna fuente que origine el hallazgo. A posteriori, durante una excursión, el maestro nos daría una explicación coherente: lo construyeron los Wari, antiguos pobladores de la zona. El canal subterráneo tiene su origen en los manantiales de la lejana Aquenta, y fue construido para regar los andenes que ellos mismos levantaron y que sirvió para sembrar habas, papas y maíz. Después de admirar ese bello paraje, pasamos a visitar Apataque y nos vimos extasiados con la lozanía de este valle pródigo. Se detuvieron nuestros ojos a contemplar el numeroso ganado compuesto por rollizos toros y vacas de grandes ubres que amamantan a lindos becerros, todos juntos con los briosos caballos y con los carneros de cuernos doblados y blanca lana, en las chacras que despiden agradables fragancias producidas por los aromas de alfalfa madura. La gente que habita el lugar es espontánea y amigable; doña Dora Guevara nos complació con enormes pocillos de espuma de leche y cancha y la tía Teófila nos regaló unos quesos sabrosos. En el amplio camino de las cabeceras de las chacras, encontramos a don Homero Guevara, que, con chicote en mano arrea su ganado para abrevar en la zanja de Chajalla. Lo realizado por mi padre, nuestro itinerario, es el amor paternal traducido en un paseo inolvidable y que, quién lo diría, me ha servido para escribir varias décadas después, rememorando mi alegría con una sonrisa de agradecimiento.
En la campiña, los campos para el cultivo se han ensanchado y las pircas que dividen las chacras se levantan pregonando el esfuerzo de los labriegos. En tiempos de lluvia las grandes extensiones se visten de verde y los colores diversos de las flores silvestres matizan de esplendor todo cuánto rodea. Los ríos en su ruidoso y alegre cauce corren presurosos a cumplir con su destino. En las extensas dehesas de alfalfa el ganado vacuno y el lanar comparten en pacífica convivencia los pastos. El tiempo transcurre con lentitud y eso no produce apuros agobiantes. Aquí hay tiempo para todo tipo de actividades, aunque muchos hemos olvidado la principal: adorar al Dios Verdadero, Jehová. El Altísimo está conociendo los pensamientos de los hombres, ignotos estos, aun del Poder de su Palabra. Y El, nunca desampara a su pueblo, las lluvias vendrán en su tiempo oportuno, los campos reverdecerán, abriéndose generosos al ganado. "No estés temeroso, oh suelo. Goza y regocíjate; porque Jehová realmente hará una cosa grande en lo que Él hace. No estén temerosas, ustedes bestias del campo abierto, porque los pastos del desierto ciertamente se harán verdes. Porque el árbol realmente dará su fruto. Y ustedes hijos, gocen y regocíjense en Jehová su Dios, porque de seguro les dará lluvia de otoño en la medida correcta.." Joel 2: 21-23. El suelo está, mojado y el avance se hace lento. Con la fuerza ardiente de los rayos del sol, las huellas que dejan los animales se secan, formando desigualdad en el camino. Vamos sorteando los huecos saltando con alegría, pues el lugar destinado para nuestra visita está cerca. Ya respiramos el aroma de la caña dulce y la fragancia del maíz recién tostado. La sonrisa baña nuestro rostro al divisar desde lo alto del promontorio, el exuberante valle de Ispana, que se extiende generosamente ante nosotros. Bajamos corriendo la pendiente y llegamos a abrazar a nuestra querida tía Salustiana, que sale contenta de su cabaña para darnos el alcance. Nos fundimos todos en un interminable abrazo, mi madre llora y ríe al mismo tiempo. Se unen al abrazo el tío Alcibiades y sus hijos y nos llevan casi a rastras hasta la cocina donde unas aromáticas humitas emanan un vapor primoroso. Nos quedamos dos días en este vergel ayudando a ordeñar, a recoger leña y desprender las mazorcas del maíz. Tía Salustiana prepara manjar de leche, elabora humitas, tanto de sal con queso como también de dulce. Después de derramar un copioso llanto, nos despiden con abundante carga de choclos, trigo, queso y cariños. En la casa, los comentarios y recuerdos no se olvidan, duran varios meses.
Por los días en que cae abundante lluvia rogamos a nuestros padres que nos lleven hasta el puente de piedra, Chacapata, para apreciar el paso de las turbulentas aguas cuando aumenta el río grande. El espectáculo es espeluznante y el ruido que producen las aguas al caer desde el angosto paso de debajo el puente, hasta los profundos pozos es pavoroso. En los pensamientos de niño, me dan pena las sirenas encantadas que habitan en las profundidades; pero felizmente no hubo noticias trágicas de ellas, deben estar bien. Extasiados con el espectáculo, subimos unos cien metros en perpendicular, hasta llegar a la casona familiar del tío Fortunato Tenorio. Llegamos mojados por la garúa persistente y contentos por la oportunidad de abrazar a nuestro querido tío y esposa. Nos invita a pasar a la cocina y con una taza de leche caliente, se nos pasa el frío. Mientras los mayores bromean con sus experiencias, los chicos nos dedicamos a contemplar los becerros del corral. Mi madre le guarda especial consideración al tío Nacho, pues él y sus padres la socorrieron cuando ella quedó huérfana. Esta visita fugaz, pero amorosa, es el reflejo del amor y consideración que les tenemos.
Comentarios
Publicar un comentario